Ficción con drogas

En aquellos tiempos me rodeé de objetos fetiche que creía me servirían para hacer una obra maestra. En aquellos tiempos pensaba que bastaba con colocar una máquina de escribir en una habitación en penumbra ahogada en humo para comenzar a escribir. El vaso de whisky, sin hielo, como recomiendan los puristas, era el elixir necesario para que fluyesen las palabras.

Metía una hoja en el rodillo, ajustaba los márgenes. Me aseguraba de la horizontalidad de los renglones. Daba el primer sorbo al whisky, que me calentaba el esófago. Ya está, ya está, creía yo. Ahora –pensaba yo, apoyado en los argumentos e ilustraciones que estudiaba en biología- el alcohol percola al torrente sanguíneo que lo lleva al cerebro y entonces las neuronas se conectan más fácilmente. Las dendritas, alteradas por la droga, se retorcerán, se excitarán y buscarán ‘nuevas’ conexiones.

Y empezaba a escribir, emocionado ante la perspectiva de ver nacer una novela. Y me tomaba otro sorbito de whisky. Escribía furiosamente, al escuchar las teclas golpear contra el papel. Latigazos sobre la celulosa que volcaban mi cabreo con el mundo. Alegatos contra todo.

Al segundo vaso estaba adormilado. La euforia inicial se iba disipando en los vapores etílicos. Y el humo del puro, con el que iba aderezando la escenita de escritor maldito, contribuía a mi malestar.

El resultado de la operación ‘escribir una novela’ eran una serie de párrafos en el que, básicamente, se describía con algo más de detalle esto que he contado aquí.

¡Qué tiempos! Con el paso de los años comprendí que aquella pretendida conexión entre las drogas y la escritura no llevaba a ninguna parte. Tampoco era algo original. Existían diversas variantes mucho más duras que mis inocentes propuestas: cocaína, anfetas, pegamento “imedio” (‘elegí un mal día para dejar el pegamento’; Aterriza como puedas, 1980) y diversas combinaciones entre éstas y otras muchas sustancias. Buscando el compuesto químico que conectase las neuronas de tal manera que saliese una obra maestra.

La vida bohemia. El tipo ingenioso que pasa de todo.

Pero no. La mayor parte de los que buscan atajos psicotrópicos para escribir acaban siendo personajes de las novelas de otro. Esas que escribe el tipo serio y constante. Anodino, tenaz, poco llamativo. Ajeno a las juergas. Para los que no somos genios no es posible saltarse la receta más habitual: intentarlo una y otra vez, en un estado lo más lúcido posible. Lo cual no asegura nada.

De todas formas yo quería hablar de otra cosa. Quería hablar de la relación entre la ficción y las drogas. Pero no de esta relación, sino de otra que me tiene fascinado. De la potencia que tienen las historias que utilizan el mundo de las drogas, del narcotráfico, como hilo argumental. De la narcoficción.

Hay tres joyas que me hacen reflexionar sobre el mundo de las drogas: las series ‘The wire’ y ‘Breaking bad’ y la novela ‘El poder del perro’. Son historias que te meten dentro del entramado del negocio de las drogas. Cada una ahonda en matices distintos:

 En ‘The wire’ (http://es.wikipedia.org/wiki/The_Wire) somos testigos de la labor policial. De lo complicado que es pillar a los malos. Tienen sus derechos. Es muy realista eso de que nada acabe bien. De vez en cuando consiguen meter entre rejas a algún capo. Que más tarde saldrá. No hay medios suficientes, ni siquiera en Estados Unidos. ‘The wire’ ofrece el punto de vista de una unidad que lucha contra el tráfico organizado de drogas en Baltimore. Vemos que los agentes se involucran con un coste personal muy alto. Y vemos que aún con gente tan dispuesta es muy complicado acabar con las drogas.

En ‘Breaking Bad’ (http://es.wikipedia.org/wiki/Breaking_Bad ) el foco está en los malos. En los que fabrican las drogas. La historia y el actor (Bryan Cranston) son tan buenos que nos ponemos del lado del protagonista, aunque se dedique a sintetizar cristal azul. Sufrimos con él. Compartimos la angustia de llevar dos vidas paralelas. Podemos llegar a comprender qué puede llevar a alguien a intentar ganar pasta de forma rápida. Cómo sea. Obviando los medios. Pero también nos enseña la serie que el coste personal, del lado de los malos, también es muy alto. No es un negocio del que sea fácil salir. Por muchos miles de euros que se tengan. O precisamente por eso.

Por último ‘El poder del perro’ (http://en.wikipedia.org/wiki/The_Power_of_the_Dog ), definida por Rodrigo Fresán como una versión narcomex de ‘El Padrino’. De nuevo tenemos la perspectiva policial del asunto. Aquí, sin embargo, conocemos lo que sucede fuera de Estados Unidos. Se nos muestra el entramado al completo. Desde los camellos hasta los políticos. Vemos una estructura podrida. Y somos testigos de la autoinmolación de un agente de policía, tratando de acabar con los cárteles mexicanos. Nos sumergimos en la violencia descontrolada. Nos manchamos de sangre. Nos estremecemos al comprobar de lo cruel que puede llegar a ser el Homo sapiens. O sea, nosotros.

Hay tres cuestiones que me gustaría desarrollar para entender el poder seductor de, en mi opinión, estas tres obras maestras:

¿Por qué me gustan?

En primer lugar porque son entretenidas. Eso es fundamental para enfrentarse a las más de quinientas páginas de la novela o para mendigar nuevos capítulos de las series. Los personajes son cautivadores. Con algunos de ellos se podrían hacer series o novelas. Sólo con ellos. No me refiero únicamente a los principales; también los secundarios alimentan y robustecen la trama. En The Wire tenemos a McNulty, el Teniente Cedric Daniels, Ommar Little o Frank Sabotka, por poner los primeros que me vienen a la cabeza. Mientras que en Breaking Bad además de Walter White y Jessy Pickman aparecen el casi entrañable Saul Goodman –un abugaducho hortera que se mueve bien en los entresijos del crimen organizado – o Gus, el ‘señor de los pollos’ que sólo por no haber estado desde el principio de la serie puede catalogarse como secundario. En ‘El poder del perro’ sí podemos hablar de un personaje principal, Art Keller, pero sin secundarios como los sanguinarios hermanos Barrera o la seductora Nora Hyden la novela podría ser prescindible.

Además de entretener los hechos impactan y conmueven, se establece un vínculo emocional con lo que va sucediendo. Hay escenas y situaciones tremendamente duras. Que se recuerdan incluso en este ambiente de violencia diario al que nos vemos sometidos a diario por las noticias. Rescato dos que no me quito de la cabeza: la muerte de Jane Margolis – la novia de Jessy Pickman- ahogada en su propio vómito con White de testigo silencioso. Éste opta por no hacer nada pensando que lo mejor es que Jane desaparezca. La otra es el asesinato de los hijos de un capo a manos de otro: son lanzados al vacío sin ningún pudor desde un puente. Un símbolo de las tremendas venganzas entre clanes; espirales de violencia que ningún tipo de perdón podrá apagar nunca.

Por último las tres obras tienen giros inesperados. Sorprenden. Resultan imprevisibles. Romper el pronóstico del espectador/lector es fundamental para mantener la atención. Los recursos narrativos o visuales podrán ser más o menos depurados, incluso perfectos, pero para enganchar al público se necesitan vueltas de tuerca. Eso sí, que sean verosímiles. No vale inventarse cualquier cosa.

El triunfo de la narcoficción.

Las tres obras tienen el mundo de las drogas como eje. Esto no debe de ser casual. En realidad no sé cuanto tienen de inventado y cuanto es real. Lo que viene pasando en Colombia y México durante las últimas drogas es casi ficción (veáse el reportaje de Babelia: http://www.elpais.com/articulo/semana/Contar/violencia/elpepuculbab/20090808elpbabese_3/Tes ). Quizás montando las noticias de los telediarios y periódicos en un orden adecuado ya se tenga la historia. Y finalmente lo que hacen los autores de éstas obras maestras no sea otra cosa que organizar el material existente. Nos seduce poner nombres a los que andan detrás de los criminales. Detrás de las drogas. Al conocer (inventar) vidas personales (identidades) de los que están involucrados, la historia original – más o menos aséptica- cobra una dimensión extraordinaria. Las convierte en historias terriblemente cautivadoras.

Nos atrae el hecho de que la ficción no sea, en realidad, tal ficción.

Dilemas morales.

Además de pasar un buen rato queda un poso. Y es ahí, creo, cuando la ficción deja impronta. Cuando un autor se convierte en alguien influyente. Cuando se trasciende el entretenimiento. A mí se me abren diversos debates al ir tragándome capítulos. Sólo trataré de esbozarlos.

Lo primero es cómo se libra la batalla entre buenos y malos, entre polis y narcotraficantes. En The wire la historia gira precisamente entorno al diseño de estrategias legales que permitan llevar a juicio a los malos. Uno de los puntos fuertes de la serie es el realismo de los desenlaces. Los polis acaban ganando la partida pero no del todo. Son triunfos parciales. Hay pruebas que no vales. Los traficantes pasan algunos meses entre rejas pero luego vuelven a las andadas. Los medios con los que cuenta la policía son limitados. En ‘El poder del perro’ en cambio los métodos son más expeditivos. Vale todo. Licencia para matar. Como 007. ¿Nos convence la ley del ‘ojo por ojo’ o es necesario preservar unas reglas del juego? ¿Mantenerse dentro de esas reglas del juego o leyes es lo que caracteriza a una sociedad democrática, civilizada? ¿Es posible ganar la batalla del narcotráfico si los malos pueden hacer cualquier cosa y los buenos no?

Otra estrategia que aflora es la de legalizar las drogas. Con ello el entramado se cae. Porque los costes de producción se desploman. Ya no es necesario mantener una red de matones, armarlos, comprar los favores de políticos, aduaneros, policías. Una vez legalizadas, las drogas se podrían adquirir en muchos sitios, a un precio adecuado. Pero claro eso no interesa a mucha gente. Primero a los involucrados en el negocio. Ya se ocuparán en tocar los hilos adecuados para que no desaparezca su oligopolio. Pero tampoco interesa a una parte de la sociedad civil que ve en esa posibilidad una catástrofe. Si las ‘drogas blandas’ –alcohol y tabaco- tienen unos costes sanitarios y sociales enormes imaginemos lo que puede suponer que la gente se ponga hasta arriba de coca y pastillas sin ningún pudor.

Y todavía queda otra opción. El negocio de las drogas es dinámico y es una réplica de lo que ocurre en ecología. Gana el más fuerte. Y el que está por debajo está buscando la manera de quitarse al que está por encima, dándole sombra. Así que los clanes están siempre predispuestos para enzarzarse y mantenerse o controlar una acera, un barrio, un país o el mercado global. Es ahí donde existe un hueco en el que meter la palanca (tú dame hueco, que yo ya…que habiendo hueco ya…) y provocar grietas. La poli, una cosa que hace, es promover los desacuerdos entre las bandas, y dejar que se maten entre ellos (ya Hammet narraba todo esto en Cosecha roja).

Otra cuestión interesante es que somos testigos de lo difícil que es ser malo. Inicialmente se puede pensar que las drogas traen dinero fácil. Pero nada es fácil. De hecho después de este atracón de narcoficción parece más fácil sacarse una oposición de notario, trabajar como jornalero. No sé. Un trabajito normal, una persona normal. Y aprovechar el cobijo de una sociedad organizada. De momento hay que buscarse un sitio. En un ambiente más bien cargadito. Llena de gente a hacer cualquier cosa por acceder a ese ‘dinero fácil’. Una vez que se accede hay que mantenerse. Básicamente a hostias. Y si te va mal no puedes ir a la poli, porque eres de los malos. Puedes ir a un abogado. Pero entonces necesitas más pasta. Porque los abogados de los malos cobran caro.

El acoso a los malos no es sólo por otros malos. La poli, aunque no logre triunfos muy contundentes, finales felices de película, está siempre acosando. Incomodando, preguntando. El peso de la ley se le puede caer encima al malo en cualquier momento. Aunque sea en un pie. Y vivir así, francamente, es un coñazo.

Así que meterse en el mundo de las drogas, sacarse un par de millones de euros, y salirse del negocio para continuar con una vida normal y apacible es muy complicado. Ya estaríamos hablando del género de ciencia-ficción. Si te retiras hay que borrar huellas. Y aun y así los malos pueden querer liquidarte porque, al fin y al cabo, algo del negocio sabes. Y lo mismo un día desembuchas.

No. Es incómodo ser malo. No hay más que ver los malos ratos que pasa Walter White.

Otro tema interesante es el peso de la familia como gran coartada moral. Parece que eso salvaguarda el honor de Walter White. Lo que hace, lo hace por su familia. Él, el hombre, el cabeza de familia. Entrar en el mundo de las drogas es lo que le permite transformarse en alguien que toma las riendas de su vida y está dispuesto a lo que sea para proteger a su familia. Cuando Skyler, su mujer, trata de meter el hocico en el negocio Walter se opone. Aunque se ve obligado a contarle una parte del asunto, lo más duro y peligroso corre de su cuenta. Son unos ramalazos un tanto machistas. Y es ese rollo norteamericano de proteger tu territorio. Sea como sea. Así hicieron el país. Y ha transcurrido muy poco tiempo desde entonces.

Y finalmente algo que aun complica más las cosas. No siempre se da esa relación biunívoca que he presentado hasta ahora: los polis también pueden ser malos.

Un comentario sobre “Ficción con drogas”

  1. He visto The Wire, he leído El Poder del Perro y estoy acabando la 3a temporada de Breaking Bad. Me ha encantado el artículo. Gracias.

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.