Me acuesto empapado de humo. Hoy ha sido la última noche del año. Por eso Migue ha hecho un menú especial: puré de patatas y salchichas. No hay uvas, no hay campanadas. Hay cansancio.
Aunque la jornada estuvo dedicada a pistear, al final cayeron varios kilómetros andando por el pedregal. Llanos inmensos, aparentemente insulsos. En estos paseos uno suele quedar aislado. Los compañeros a la vista. Pero lejos. Quedan lejos. Así que tiendo a caer en la introspección. Me doy cuenta de que casi siempre llevo una piedra en la mano. Aquí hay muchas para elegir. Me obsesiona el sílex. Pedazos de piedra que parecen de plástico. Me encanta su tacto. La paso entre los dedos mientras camino. Cuando me canso la cambio por otra. Hay miles. Algunos de ellas talladas. Pasaron por las manos de nuestros antepasados. ¿De dónde salen las piedras? (pregunta para kokoro) Parece que anduviésemos por estratos. El más superficial, el que constituye el suelo por el que caminamos, se va quebrando. Al contacto con la intemperie. Cambios frío/calor. Pero no solo eso. La sal, que abunda en el terreno –trasladada a superficie por los procesos de evapotranspiración y después extendida por el viento- tiende a meterse por los intersticios. Allí, disuelta en la humedad que la piedra condensa, la sal corroe las rocas. A base de miles de años las va convirtiendo en pedacitos. En el llano conviven fases más o menos desarrolladas del proceso.
Siempre llevo algo en las manos. Lo contrario es sentirse desnudo. Herencia de haber llevado siempre algo. Un libro. Un cuaderno. Un balón de baloncesto. Ahora llevo piedras que se pueden olvidar, perder. Piedras milenarias.
Otra sensación que me gusta es el olor a naranja de las manos. Se me quedan pegados en las uñas esos restos blancos que las envuelven. Las acompaño de pan. Pan con naranjas. El aroma cítrico, las manos pringosas. Me recuerda al colegio. A la EGB. Solía reparar en los pellejos blancos en clase. En esas dos horas de clase que había por las tardes. La última frontera hacia la libertad. Me raspaba los pellejos. Disimuladamente. Las manos con olor a naranja porque raras veces me las lavaba. Soportaba la sensación pringosa hasta llegar a casa. Los folios sucios. Los bolis pringosos pero aromáticos. Piel de naranja que ofrecía sus esencias. Y los rosigones de pan. Que eran el mejor postre. Sobre todo cuando me quedaba con hambre. Si había pescado me quedaba con hambre siempre. Otras veces también. Y el pan resolvía el asunto. Me llenaba los bolsillos y en el largo recreo que seguía al comedor iba dando cuenta de los trozos de pan. Con las manos con sabor a naranja.
Así iba yo por el desierto. Masticando recuerdos. Recogiendo piedras. Quedándome con algunas. Coleccionando piedras sin clasificar.
Dejamos el campamento, no sin cierta inquietud. Las bolsas de basura colgadas de los árboles, para que no destripen su contenido las alimañas que tanto nos gustan. Vamos hacia el este, de nuevo. Aparece una pista de cierta entidad. Debe de ir a Tindouf. Más cicatrices que se añaden al cuero desértico. Pistas que se superponen. Pistas paralelas, pistas que se cruzan. Allá por donde pasó un coche queda el rastro. Neumáticos que quizás rodaron por aquí hace décadas. Igual que en las montañas. Parecen cortadas por las líneas de nivel que aparecen en los mapas. Pero son las sendas que abrieron en su tiempo las gacelas y los arruis. Cuando abundaban. Zoo vías que ya solo muy de vez en cuando transitan sus descendientes. Los últimos supervivientes.
Cuando nos parece bien nos paramos. Echamos un vistazo con los telescopios. Los del techo van al tanto. Por si se viesen gacelas. Volvemos a parar. Echamos a caminar un rato. Es así, y sólo así, cuando la inspección puede resultar fructífera. Una huella. Un excremento.
Topamos con otra partida de cazadores furtivos. Esconden los cañones, que sobresalían por las ventanas traseras. Nos preguntan a bocajarro. Que qué hacemos aquí. Que si tenemos permiso. No te jode. Encima tenemos que disimular. Hacernos los tontos. No, por aquí, de turismo, nos gustan los pajaritos. Pues necesitáis permiso, nos dice. Claro. Con su indumentaria oficial de agente forestal. El tipo corrupto enseñando a los cazadores donde hay presas. Aquí quinientos euros dan mucho de sí.
Siguen su ruta. Al poco escuchamos tiros. Liebres. Perdices. Antes nos han hecho algunas preguntas clave: que si hemos visto gacelas (sí a ti te lo vamos a decir) ‘¡Ah! ¿Pero aquí hay gacelas?’ respondemos, con cara de idiota. La otra, que si venía algún marroquí con nosotros. Asegurándose de que no hay testigos incómodos. Porque unos cuantos extranjeros desnortados pues vale, no pasa nada.
De vuelta al campamento se inicia el trasiego de cada día. Meter y sacar cosas de los equipajes. Yo por fin ya utilizo la crema de protección solar. Encontré el bote. Pero sigo sin acceder a la ropa de recambio.
Nos acercamos a un campo de dunas. Gerardo anda desesperado. Los paseos nocturnos están resultando sumamente infructuosos. Vemos más de día que de noche. La arena apilada por el viento nos da, mezclada con la ménguate luz vespertina, unas imágenes subyugantes. Arena apilada y moldeada. Rojiza. La idea de desierto.
Gerardo desiste esta noche. No lo ve claro. Charlamos en la oscuridad de la tienda. Se acuerda de los saharauis. Que le dijeron que no durmiésemos en los oued. Son peligrosos. Ellos han visto más de treinta metros de agua, de lado a lado, arrasar con todo. Aquí puede que no llueva, dicen, pero el agua viene de lejos. ‘Pluie’ dicen haciendo un gesto con los dedos apiñados, golpeando sobre la palma de la otra mano. ‘Pluie loin’. Señalan a las montañas. Como queriendo decir que lejos. Lejos de aquí llueve y el agua la canalizan las oueds. Eso me cuenta Gerardo. Pero no vamos a mover la tienda. Esperemos que no llueva.