Por las noches hay que sacar la basura. Es la costumbre que se ha ido estableciendo. Relegar esa tarea doméstica al último lugar. Siempre es un incordio, antes de dormir. Tener que arroparse, anudar las bolsas y enfrentar el silencio de la noche. La intemperie.
Aquí no hay camión de la basura. Existe un circuito subterráneo que lleva las bolsas de un lado para otro.
Sin embargo, cuando me calzo en el pasillo, cerca de la medianoche, lo hago con cierta prisa. Es la inercia de tantos años. La costumbre de actuar al límite de los horarios. Cuando escuchaba el camión de la basura rugir en la cuesta de San Francisco. Y salía a toda prisa.
Aquí no es así. Y cuando me acuerdo relajo el paso. Apenas son cien metros. Menos. Y otros tantos de vuelta.
Una vez que estoy en la calle y el aire me despeja entonces me siento bien. Mucho mejor que unos minutos antes, mientras buscaba los zapatos. Mientras giraba la cabeza para evitar que el aire que expira la bolsa al cerrarla se me colase en la pituitaria.
Y sí. La bolsa acabará pudriéndose en el vertedero y el olor agrio, en los días sin viento, se posará en esta planicie; tercamente deshabitada durante siglos.
Ahora que el invierno barre con sus aguas grises las aceras abandonadas, y que el viento agita el jardín trabajosamente levantado, es necesario abrigarse. No se puede salir en chanclas, sin camiseta, a tirar la basura. Ni vale quedarse apurando un cigarrillo para tener un rato de verdadera tranquilidad, bajo las estrellas.
Me gusta llevar el chaleco acolchado que me regaló mi madre. Es cómodo. Yo que siempre denigré los chalecos, una prenda a medio hacer. Ahora aprecio la movilidad de los brazos. Lo abrigado que queda el pecho.
Entonces, cuando me abofetea el viento, e intuyo el negro campo que empieza más allá del cerco de luz proyectada por las farolas, tengo ganas de caminar despacio. Es demasiado grande la diferencia entre la intemperie húmeda y la calidez del hogar cerrado, ahíto de olores de cena y saturado de ruidos inconexos de programas televisivos.
Así que suelto las bolsas de basura, clavo las manos en los bolsillos y camino hacia el mar, paralelo a la valla que separa la urbanización del destartalado espartal tachonado de pitas. Por aquí no hay edificaciones que puedan frenar el viento que entra de poniente. Y me da por teorizar.
Que es ahora, de todo el tiempo transcurrido desde que emergieran estas tierras, cuando más gente habita esta llanura, permanentemente asolada. Un territorio fácil de abordar, difícil de cultivar. Escaso de agua.
Quizás los fenicios o los cartagineses –y después los romanos – pudieron vivir aquí con cierta comodidad, asentados en su superioridad militar. Ahí están sus fábricas de salazones y sus salinas. Unas piedras amontonadas que, los estudiosos acreditan, servían para conservar pescados y comerciar con ellos.
Después vinieron los piratas. Aprovecharon los avances náuticos y el declive del Imperio para saquear la costa. Así que sólo algunos pescadores nómadas frecuentaban las aguas y los arenales del borde de la planicie. Era peligroso establecerse ahí. Sólo algunos precarios chamizos, para guardar las barcas, y protegerse del sol en la faena que se hacía en tierra, se levantaban provisionalmente.
A finales del siglo pasado entramos con todo. Carreteras, iluminación. Desaladoras, acuerdos internacionales que nos favorecen, apoyados en una renovada superioridad militar.
Y el viento empezó a golpear las edificaciones que se iban erigiendo. La sal corroía, sin prisa, las tuercas de las bicicletas. El viento, perpetuo, quebraba los árboles que eran plantados y amarrados sin éxito a las guías. Allí nunca hubo vegetación de porte. Sólo prosperaban las plantas halófilas rastreras, los Toyos – islas de vegetación coriácea.
Camino y llego a las proximidades del mar de Alborán. Oigo su rumor entre las rachas de aire agitado. Quedan charcos de la lluvia de esta tarde. La luz glacial de los hoteles no puede cambiar el sino de la llanura. El entramado artificial sólo parece tener vida propia en verano.
Llego al mar. Aquí, en la orilla, sí pega fuerte el aire. El confort que sentía con el chaleco al salir de casa se ha evaporado. Ha ido penetrando la humedad del invierno. Acelero el paso. En busca de la rancia calidez del salón. El desorden de la cocina. Los ruidos entrañables de las señales horarias de la radio.