Llegamos a Nepal en medio de una tormenta. El avión se movía de un lado para otro. De repente bajaba vertiginosamente. Se estabilizaba. Y volvía a caer unos cientos de metros. Después de tantas horas de viaje lo tomábamos como un divertimento, más que como el preludio de una tragedia.
Cuando aterrizamos y llegamos a una sala en penumbra en la que se despachaban los pasaportes, nos encontramos con otra tormenta. Esta era más complicada. De más alcance. Era la tormenta política que llevaba tiempo asolando al país y que, por fin, estalló. Y nos explotó en las narices. Se decía que la guerrilla maoísta por fin había salido de su covacha y tenía al país al borde de la guerra civil. Esa versión tenía parte de verdad pero la revuelta sobrepasaba a los partidarios de los maoístas. Era un levantamiento popular que reclamaba profundas reformas para derrocar al corrupto régimen monárquico e intentar seguir una senda más o menos democrática, con elecciones y partidos políticos. Cosas de esas que suenan a un sistema algo más equitativo que el feudal que en esos momentos dirigía al país.
Para nosotros las repercusiones más inmediatas de aquel lío era que las carreteras estaban cortadas y que todos nuestro planes, cuidadosamente pergeñados al albor de mapas y guías Trotamundos, se habían ido al garete. Sin embargo nuestro estatus de turista internacional nos daba cierto margen de maniobra.
Después de pasar varios días atrapados en Katmandú, paseando por las calles vacías de la ciudad, logramos llegar a Pokhara y conocer los alrededores del Annapurna y el Dhaulaghiri. El frío, la altura, las indisposiciones y las palizas de subir y bajar desniveles empezaron a hacer mella. Eso, unido a los primeros problemas de desabastecimiento, inició nuestro particular proceso de adelgazamiento.
Bosque de rododendros y el Dhaulagiri al fondo
Decidimos trasladarnos hacia la zona tropical del país y recuperarnos allí de los sabañones. Además tendríamos la posibilidad de ver tigres y fauna del ‘Libro de la selva’. La cosa volvió a torcerse y hastiados de tantas adversidades decidimos retomar parte del plan original y nos fuimos al parque nacional del Bardia, el principal bastión de los rebeldes maoístas. La gente nos aseguraba que con toda probabilidad nos robarían y nos secuestrarían. Eso como poco.
Lo que encontramos fue una zona llena de resorts y hoteles decadentes. Sus empleados se tiraban a cualquier extranjero que apareciese por allí. Pero no para robarles, sino para que fuesen a su hotel o a su restaurante. Así que nada más bajarnos del autobús una nube de nepalíes se abalanzó sobre nosotros y empezaron a tirar cada uno de un lado entre gritos desesperados para que eligiésemos su hotel.
Acabamos en uno bastante decrépito. Sin agua y con algunas horas de luz. Cada noche el camarero nos leía todas las delicias que había en la carta, un crisol de platos chinos, mejicanos, italianos e indios. Había de todo. Siguiendo lo que parecía un ritual pedíamos cuatro o cinco cosas. A todas aquellas elecciones el camarero respondía que en ese momento no había, que eligiésemos otro plato. Después de jugar un rato terminábamos por pedir espaguetis. El camarero anunciaba el pedido y alguien arrancaba una moto que al cabo de un rato regresaba con una bolsa en la que había un paquete de espaguetis y un bote de tomate frito. Obviamente esa era la cena de cada día. Hasta que se acabaron las existencias de pasta de la tienda. Entonces empezamos con el arroz. El bloqueo del país empezaba a notarse.
Rinocerontes en el Bardia
Nos resultaba paradójico que en aquella exuberancia tropical no hubiese frutas ni verduras. Hacía días que habíamos acabado con los mangos que compramos en una de las paradas del autobús. Lo único que iba quedando era un arroz pegajoso que cocinaban con mucho picante. Lo comíamos con desgana, tras nuestras maratonianas jornadas en la jungla, al acecho de la fauna, buscando rastros de tigre.
En las largas esperas el hambre me llevaba a imaginar el diseño de una guía gastronómica que siguiese el formato de las guías de identificación de aves y mamíferos que llevábamos. Así, los alimentos se podrían clasificar en órdenes y familias. En vez de tener palmípedos o vivérridos estaría el orden de los salazones compuesto por las familias de huevas y mojamas por una parte y la de pescados y pulpos secados al sol por otra. Encontraríamos el gran orden de las variantes, y habría dibujos hechos en acuarela de pepinillos y aceitunas gordal, boquerones en vinagre y berenjenas de Almagro.
Avistamiento de Tigre de Bengala
Habría una sección dedicada a los guisos de cuchara y otra de sopas frías incluyendo subespecies de muy difícil diferenciación, como la porra antequerana y el salmorejo cordobés. Por no hablar de la compleja familia de las conservas –hígado de bacalao ahumado, melva de Isla Cristina- y embutidos –cabeza de jabalí, butelo, etc. Con estas febriles alucinaciones más que calmar el hambre la espoleaba. A la vuelta de nuestras incursiones una botella de seven-up, paladeada lentamente, me ayudaba a seguir soñando.
De regreso a España fue fácil recuperar los kilos perdidos. Las rutilantes abdominales que adornan a un ser escuálido y desnutrido fueron recubiertas de nuevo por jugosas capas de grasa procedentes de la salsa de albóndigas, chocolate con churros y demás delicias culinarias que iba devorando por toda casa que visitaba. Comía a dos carrillos mientras relataba nuestras penurias.
Puesto de salazones en el mercado de Alicante
Cuando tenía oportunidad visitaba los mercados de abastos de las ciudades que visitaba por un motivo u otro. Me volví adicto a esos puestecitos monográficos donde la mercancía está tan bien dispuesta y aparente.
Los letreros de los puestos coincidían con las categorías de la guía imaginada. Las salazones del mercado de Alicante con los bonitos abiertos en mariposa. Los puestos de aceitunas y variantes del mercado de Casablanca, o los de especias. Todo bien clasificado. Resplandeciente y apetecible.
Aceitunas y especias en el mercado de Casablanca
Pero lo que realmente me llevó a retomar la fantasía de la guía fueron las patas de cabra y el trozo de Dromedario que vi en aquel mercado de Casablanca. Francamente, aquello excedía mi digna sección de casquería. Quedaba claro que los riñones al Jerez, la oreja plancha y las crestas de gallina a la zamorana entraban en ese ámbito. Pero, ¿qué hacer con un cuello de dromedario que viene con cabeza y todo? ¿Lo empanamos? Aquello se parecía al dilema de clasificar un ornitorrinco. ¿Dónde va eso?
Patas de cabra y cabecicas
Y esta es, al fin y al cabo, la conclusión. Esto de clasificar y coleccionar nos lleva del control que supone tener todo bien ordenadito, con una etiqueta, a no entender nada. La realidad es inaprensible. Siempre habrá un elemento que desvirtúe las hipótesis en las que se basa cualquier clasificación. Y habrá que volver a empezar. Debe ser por eso que nunca terminaba las colecciones.
Dromedario: servir en plato grande
NOTA: Fotos de Nepal de Gerardo Valenzuela