En otoño ya han empezado las clases. La algarabía de los niños puede escucharse en los barrios solo durante algunas horas. Las que van desde la salida de los colegios hasta que se va la luz.
El otoño avanza, y ese espacio de asueto se va reduciendo.
Los patios guardan esos gritos. Las disputas. Los brotes de entusiasmo. Antes de la merienda. Se improvisan porterías. Se extienden cuerdas. Se arrinconan las pesadas mochilas, colmadas de libros y tareas.
Se pacta, se acuerda, se prometen fidelidades. Se jerarquiza.
Heridas. Golpes. Raspones.
A las ventanas la algarabía llega amortiguada. Se escucha con cierta envidia. Disfruto ahora, pasada la treintena –por no decir cerca de la cuarentena –, de lo que fuimos. Estos niños tienen suficiente con el entusiasmo que les provoca perseguir la pelota, arrimarse a la que le gusta, o estar a punto de ser pillado en el juego del escondite. No tienen espacio para sentirse desdichados.
Tristes patios urbanos en los que el sol ya se puso. La temperatura baja y se apuran los últimos instantes. La luz dorada de la tarde es penumbra sucia, gris. Es ese dusk que dicen los ingleses. Se roba tiempo a los deberes de mates.
Patios incrustados en la ciudad. Entre el asfalto, las aceras, los coches. Patios. Recintos para salvaguardar a las criaturas de los sofisticados peligros que propone la modernidad. Patios de baldosas cuadradas, deslucidos cementos y hormigón. Patios rectangulares, construidos sin imaginación. Obstáculos de mal gusto requeridos por aquellos que hace tiempo empezaban a cruzar la larga noche de la decadencia: Hay jardineras con los picos bien afilados. Tiestos con geranios que no tienen culpa de nada. Carteles en los que se prohíbe montar en bicicleta, jugar a cualquier juego de pelote, hacer ruido. Casi reírse.
Pero ni así. Es un espacio que se llena de vida. La austeridad, la sosez, desaparece con los gritos de entusiasmo y la energía infantil.
Señoronas pintarrajeadas que sacan a sus caniches para que caguen excrementos del tamaño de un piñón, opinan, ante semejante despliegue vital, que todo esto es una barbaridad. Echan de menos su grisura.
Señores pegados al transistor amenazan con convocar otra junta extraordinaria de la comunidad en las que se aprueben reglamentos más estrictos.
La luz del otoño. Sus hojas secas barridas por el viento. Charquilones de las últimas lluvias.
Niñas de uniforme con leotardos monjiles. La melodía de los sofocados gritos de alborozo. Rostros congestionados tras correr y brincar.
Mujeres que están al tanto. Encargadas de educar y reconducir arrebatos desbocados. Recogen sus enseres. Guardan sus cotilleos en las bolsas de plástico donde están los bocadillos de la merienda. Convencen a los niños para subir a la casa. Onzas de chocolate para que la tarde no decaiga. Para que el gris de los viejos vecinos, siempre quejumbrosos ante la perspectiva de un nuevo día, no se cuele por debajo de la puerta.
El patio de la casa de Elsa se llena de vida por las tardes. O eso quiero suponer. En Granada. Antes de que lleguen los días de temporal y los patios estén vacíos, empapados de lluvia fría.