El Cabo Espartel es uno de los extremos de África. Lo dice el chófer del minibús. Por reseñar algo. Por hacer acopio de singularidades. Por hacernos creer que somos tipos afortunados al estar en lugares tan emblemáticos. El chófer va dando cuenta de los parajes que vamos atravesando. Nos dice, por ejemplo, el número de mezquitas que hay en Tánger. En la subida hacia el cabo, el sector chic de la ciudad, vamos viendo mansiones y casoplones. Orgulloso señala cual es la del rey Fah. Cual la de Kasogui. Dónde tuvo su residencia Juan de Borbón.
Diplomáticos, evasores de impuestos, futbolistas y traficantes de armas. No sé porqué pero siempre acaban siendo vecinos. El común denominador es la pasta. No importa cómo la consigas.
En realidad el chófer va jugando un papel que no es el suyo. El verdadero guía de la excursión a Larache es el experto marroquí en humedales, pero es más aburrido.
Los ecosistemas leníticos que visitamos consisten en aguas residuales que se van colmatando de esqueletos de hormigón y escombros. Las nuevas infraestructuras -el tren de alta velocidad, la autovía- parcelan las masas de agua como paso previo a su desecación. El ecólogo señala escandalizado el impacto brutal del desarrollo.
A partir de la cuarta parada dejo de tomar notas. El viaje se ha convertido en algo previsible: parada del minibús, salir todos con cara cada vez más hastiada, esquivar la basura acumulada en la cuneta, hacer un esfuerzo por creernos que las detríticas aguas son un hábitat interesante, tirar unas cuantas fotos, medio entender la entremezclada conversación de español, francés y árabe, volver religiosamente al mismo asiento, encender el GPS para que siga grabando la ruta. Poco a poco el tedio nos embota.
Sorprende que, pese a las patadas que le damos al medio ambiente, todavía haya una fauna abundante. Vemos garcillas, avetoros, una llamativa carraca. Incluso de uno de esos ríos, lleno de sedimentos y cuyas aguas nos envenenarían a todos si las bebiésemos, un pescador saca varias anguilas. Hay fochas y cernícalos y unas cuantas especies más que mis amigos los biólogos sabrían identificar.
El litoral atlántico muestra playas inmensas, desapacibles, vacías. ¿Por qué no rebosan de turistas, hoteles, chiringuitos? La playa, dice el chófer, dura hasta Larache. 40 km de arenal. Quizás las aguas sean muy frías, el viento no deje de soplar y el oleaje las convierta poco aptas para el baño. La generalizada falta de cerveza en el país es otra poderosa variable explicativa, conjeturamos.
Larache es el destino final. Comemos en un lugar que parece bueno, a tenor de la masiva afluencia de comensales nativos. La carta es abundante. Pero una vez más nadie concreta (lo que queráis, a mí me da lo mismo, mientras no sea pollo…) y aparece en la mesa la consabida bandeja de pescado frito. No está mal. El pescado es fresco y está rico. Anillas de calamar, gambas, bacaladillas y unos lenguadines. Pero cansa. El mismo surtido de siempre. El mismo rebozado. Para beber agua y té, con exceso de azúcar.
En el tiempo que tardamos en comer las mesas de al lado ya han tenido dos o tres rotaciones. O comemos mucho o comemos despacio.
De postre té, como no.
Rematamos la jornada en las ruinas de la ciudad romana de Lixus. Es un paseo agradable entre piedras milenarias, que sobresalen entre la hierba. Una ruina en ruinas. Me gusta. El asentamiento se basaba en la explotación del pescado. Tiene su circo romano, su aljibe, sus murallas. El guía hace un esfuerzo por contarnos la historia en español. Lo hace muy bien el chaval. Además ir acompañado de Augusto y Helios –así se llaman dos de los expertos- parece muy apropiado para moverse por una antigua ciudad romana.