La carretera que da acceso al Mausoleo de Moulay Abdessalam se va empinando y estrechando. Hay una serie de puestecillos y pequeños sitios donde comer. Se venden frutos secos presentados de forma esmerada. Hay nueces y almendras. Y lo que parecen ser turrones. El Santuario tiene su interés. La panorámica que se tiene desde arriba es muy buena. Para llegar hasta allí hay que descalzarse. Pero lejos de resultar algo incómodo la experiencia es agradable. Paseamos entre las letanías que tíos con barbas dedican a Alá. El suelo está tapizado con planchas de corcho, sacadas de los alcornocales que atravesamos hace un rato.
Al aroma de las brasas decidimos comer en lo que promete ser un restaurante interesante. La carnicería, en simbiosis con el local, y también al aire libre, parece buena. No hay muchas moscas. El tipo al mando viste un inmaculado delantal blanco. Cada vez que atiende a un cliente me recuerda a un farmacéutico. Las manos sobre el mostrador, asiente varias veces y en silencio saca un cuchillo enorme y con pericia obtiene la pieza que le han pedido. Lo pesa escrupulosamente. Si es carne picada añade o quita hasta que peso exacto. Lo envuelve y listo. Sin sangre, ni manchas, ni ruido. Un profesional.
Liberado de la posibilidad del pescado frito me relajo. El pan, de entrada, es bastante mejor que los anteriores. Se nota que estamos en terreno rural. Y las aceitunas impresionantes. Después traen un brebaje verde hirviendo. Resulta ser harina de habas –muy abundantes en la zona, como hemos visto- con un aceite de oliva excelente. La emulsión resultante, denominada bissara, se rebaña con el pan. Nada de cubiertos, que es de mala educación. Y nada de servilletas. Y nada de vino.
Enredado en esta tarea, mientras picoteo aceitunas, llegan las primeras remesas de carne a la brasa. Son costillitas de cordero y filetes de carne picada, llamados kefta.
La nariz me gotea. Las manazas llenas de grasa. Busco un pañuelo. Mancho el bolsillo en la incómoda maniobra. Me sueno. Sigo mojando pan. Hay que adaptarse.
Hoy hemos tenido una instantánea de cómo era el mundo. Uno de los propósitos del proyecto y de esta excursión es conocer la vegetación potencial del lugar y así poder clasificar el territorio en unidades de vegetación. Para esta empresa los morabitos son excelentes herramientas. Los morabitos son pedacitos de tierra sagrada donde se enterró a personajes relevantes. Santones y cosas así. Alrededor de sus tumbas, a veces, se iban acumulando lápidas de los seguidores de ese santo. El carácter sagrado que adquiría el lugar conllevaba el respeto por todo lo que lo rodease. Por eso la vegetación se dejaba intacta. Estos lugares son testigos de lo que pudo ser el ecosistema si no se hubiese explotado. Normalmente son pequeñas parcelas alrededor de la tumba –que está muy bien lo de la fe, pero el personal, además de creyente, tiene hambre- pero Helios nos llevó a uno que nos dejó a todos impresionados.
En medio de un paisaje agrícola llamaba la atención una frondosa macha de bosque. Había acebos y coscojas arbóreas de gruesos troncos, lianas, musgo. La hojarasca conformaba un manto tupido que se iba incorporando al suelo. Era una selva. Y así era todo antes. Pero qué bestias somos. Qué capacidad de destrucción.
Obviamente este grado de conservación (calculamos unos 600 años al morabito por el porte de las especies) no es compatible con la vida humana. Necesitamos degradación para vivir. Desde la deforestación que conlleva la construcción de la cuenca de recepción de un aljibe hasta abrir caminos o campos de cultivo. ¿Pero de verdad no existe una opción de desarrollo intermedia? ¿No podemos dejar de arrasar hasta la última brizna de hierba para sacarle otro cuarto más a la Naturaleza? ¿Necesitamos transformar el territorio tan salvajemente para comer? ¿O es para tener otro televisor de plasma?
La impresión del morabito flotaba en todos nosotros. Después de atravesarlo vimos algo que todavía tuvo la capacidad de volvernos a sorprender. Allí, en la cima del promontorio, en paz, solemne, un gigantesco alcornocal nos llevó al éxtasis. ¡Qué grande es la Naturaleza!
La excursión resulta interesante porque vamos interpretando el paisaje. Armando explicaciones sobre el uso del territorio y su transformación. Para mi gusto tratar de clasificar los ecosistemas en base a una vegetación potencial, original, sin tener en cuenta las presiones que sufren esas masas vegetales –de las que muchas veces tan solo quedan aislados vestigios- es algo poco útil. Diría que anacrónico. Es poco factible hacer reservas inexpugnables para guardar muestras de lo que fue el planeta. Esas reservas son acosadas por la población y acaban siendo vistas como trabas al desarrollo. De hecho las que vemos que se preservan responden a criterios de otro tipo: religiosidad.
La conservación a gran escala requiere la implicación del ser humano. Del que vive allí. Que entienda de una vez por todas, aunque su bienestar se base en el acopio, que su supervivencia radica en hacer bien las cosas. Que entienda que lo que sobreexplote hoy lo va a pagar mañana. Que no se puede huir hacia adelante, como hemos hecho hasta ahora. Mientras no cambie el sistema de valores y prioridades habrá que dar la razón a los ecologistas más conservacionistas: poner un candado a los tesoros naturales que quedan.