Aparece Mount Shasta en el horizonte y se diluye esa atmósfera de infortunio que nos rodeaba. Han sido varias horas de conducción por la interestatal. Aprendiendo a moverse por un nuevo terreno. Las gasolineras. Los restaurantes de carretera. Los límites de velocidad.
Mount Shasta es un volcán de 4.300 metros. Al lado tiene al Shastina, con un cráter menos conspicuo, asentado sobre una plataforma, lo que sugiere una explosión en el pasado que se llevó por delante al edificio original.
Mount Shasta es también el nombre del pueblecito situado al pie del volcán. Nos perdemos unas cuantas veces y por fin damos con una caseta de información. Encontramos un camping junto al lago Siskiyou. Recorremos carreteras secundarias. Vamos despacio, dudando en cada cruce, censando los comercios y servicios que hay. Pasar de ese estado acomplejado, en el que todo impone, a saludar a la gente con cierta familiaridad y saber dónde están las cosas es muy gratificante. El proceso nos lleva menos de una semana.
La parcela que nos asignan en el camping es brutal. Caben cinco o seis tiendas como la nuestra y aún sobraría sitio. Visto el medio de transporte elegido por el norteamericano medio no es de extrañar. Algunos van en autobuses perfectamente equipados para sobrevivir a un cataclismo nuclear. Otros llevan en un remolque, enganchado a una supercaravana, el ‘utilitario’ con el que se van a mover por los alrededores, un todoterreno tres veces más grande que nuestro coche, que ya nos parece enorme.
La idea original es recorrer los tres o cuatro sitios más emblemáticos que aparecen en las guías y después ir hacia la costa o más al norte. Pero cada día decidimos postergar nuestro viaje y renovamos la estancia en el camping. Nos miran raro, pero asumen que debe de ser una costumbre española esto de registrarse en el camping cada dos días. Mientras la tarjeta de crédito tenga fondos no importan las rarezas.
Los reclamos naturales se suceden y bien podíamos haber planificado todo un mes entorno a Mt. Shasta. El macizo del volcán ofrece múltiples variantes con lugares bastante salvajes en los que hay pumas y osos. Las coladas de lava hacen algunos rincones bastante sobrecogedores. Hay cascadas y lagos por todos lados. A algunos el acceso es muy fácil y basta con hacerse unos sandwiches para pasar un día muy agradable en unas mesas de madera. Por otro lado la Crest Trail Pacific ofrece largas travesías atravesando bosques y parajes naturales muy poco tocados por la mano del Hombre.
Los días de campo se mezclan con una dosis justa de urbanidad. Los días de lluvia buscamos refugio en un café con conexión a internet. Merodeamos entre los estantes de los supermercados, buscando productos inverosímiles y sorprendiéndonos ante el enorme surtido de pijadas que conforman el american way of life. Nos hacemos adictos a un restaurante tailandés en el que conocemos a una pareja muy afable. Tanto que nos invitan a cenar y a que conozcamos su casa. Esto se corresponde más con la hospitalidad de los habitantes de la zona y empieza a convertir en anécdota los sucesos de las primeras horas en América.
Hay imágenes que se quedarán para siempre en la retina. Algunas además son fotos que pueden verse una y otra vez. Una imagen vale más que mil palabras. Pero una idea, una sensación vale más que cualquier imagen, por muchos píxeles que tenga. El fragor de la cascada y la poderosa juventud. Los tipos que se tiran desde arriba. Ellas admiran sus piruetas pero con cierta displicencia. Nada es fácil.
El oso merodeando en las basuras del camping nos hizo permanecer fielmente junto al fuego. El ansiado fuego. Otro de los elementos que hemos perdido en la vida cotidiana. A medida que saboreamos estos elementos fundamentales –el agua de los ríos, la tierra, el fuego, el aire-nos vamos armonizando.
Una pipa. Un fuego. Un café caliente. Así es fácil escribir.