La obsesión por publicar y acrecentar los méritos curriculares de cara a obtener una supuesta plaza de investigador científico me había poseído.
La última moda era una cosa que se llamaba ‘H’. Empezaba a ser más importante que el propio pH de la sangre. Me llevó un tiempo entender qué diantres era H. Una cosa tan aséptica y muda. Tan poco conmovedora.
Era un índice que mejoraba al anterior, que simplemente era el número de artículos que uno tenía publicados en revistas ISI. Es decir, revistas reconocidas internacionalmente como garantes de que el artículo era aceptado por la comunidad científica.
H daba una vuelta de tuerca a eso: tenía en cuenta el número de veces que cada uno de esos artículos había sido citado en otros artículos que tuviesen ese mismo reconocimiento. No dejaba de ser algo endogámico, poco conectado con la realidad.
H es el mínimo de: a) número de artículos; y b) número de citas por artículo.
Por ejemplo, si tienes tres artículos, con 8, 5 y 2 citas, el H es 2. Otro ejemplo: para tener un H de nueve hay que tener nueve artículos en el que al menos tengas nueve citas en cada uno de ellos. Vamos, que un buen H implica hacer amiguetes en los congresos científicos. Que para eso sirven.
Dado que el centro nos animaba continuamente a estar presente en los medios y mi H era bastante lamentable (aunque el nivel de colesterol lo tenía bastante bien) trataba de redimir mis carencias articulistas haciendo el indio en el documental que me habían propuesto.
Eso explica mi silueta recortada a las cuatro de la tarde en lo alto de una cantera. Allí estaba yo (haciendo el gilipollas madre) con una tórrida brisa que lamía el polvoriento paisaje de escombros y espartos.
Me acuclillaba en plan naturalista de la BBC y deshacía entre mis dedos un terrón reseco a la par que soltaba un discurso sobre la desertificación. Cada poco miraba a Felisón y Güntz, buscando su aprobación, como hacen los niños cuando colorean un dibujo y se lo muestran a ‘la profe’.
Ellos me conminaban a seguir y me señalaban la cámara, para que no dejase de mirarla.
La idea era que después de deshacer el terrón y sacudirme los restos de las manos fuese andando hacia el borde del acantilado. El cámara iría siguiendo mis pasos para, de repente, ver de fondo el mar de plásticos del Campo de Dalías. Entonces yo, apocalípticamente y con el pertinente barniz científico, debería asegurar que el origen de todos los males estaba a mis espaldas.
Todos los tomates y pepinos que se comían los alemanes llevaban miles de pecados en su interior. Eran los causantes de tal devastación. Güntz sonreía de placer ante su propia genialidad. A Frodo se le caía la baba. Pero por que era así.
Tuvimos que repetir la escena siete veces. Cada vez el cámara hacia el recorrido pertinente, filmando en posiciones inverosímiles. Frodo sujetaba el micro como podía, acercando la bola de pelo lo más posible a mi boca mediante una pértiga, sin que saliese en pantalla.
Cada vez que la escena se iba a pique Güntz se ponía fuera de sí: ‘jusenflujenchen jaaa!!’ Sin saber alemán aquello debía querer decir ‘¡Me cago en tu puta madre!’. Si es que al final los idiomas son todos iguales, me permití concluir.
Mi discurso se debilitaba con cada versión. Sobre todo al decirme Félix, para que me relajase un poco, que lo que yo dijese iría en alemán con una voz en off. Tan solo se trataba de que se viese que yo halaba, que movía la boca.
Pasé de decir cosas como: “el proceso de degradación asociado a la extracción de aguas subterráneas en el campo de Dalías se traduce en el despoblamiento del territorio interior, que nutre de mano de obra y materias primas a lo que denominamos hot-spot, esto es, el núcleo de generador de renta.” A estas otras: “La peña está deseando tener un mercedes y un televisor de plasma. Aquí la gente ha pasado muchas penalidades y necesidad. Así que deja su pueblo y se pone a sacar agua a lo bestia para plantar lo que sea. Venderían a su abuela con tal de ganar dinero. Y cuando se acabe el agua pues ya verán lo que hacen. Traerla de los Pirineos por ejemplo.”
Por fin Güntz dio por buena la escenita. Quería que nos paseáramos entre los callejones que dejan los invernaderos. Y que echásemos un vistazo a aquello en lo que tanto había insistido Parrita, la balsa del Sapo.
Yo estaba harto. Había echado a perder el día. Y sobre todo la tarde. Mi partido de squash estaba condenado. Estaba cabreado conmigo mismo. Una vez más me había dejado embaucar e intimidar. Me sentía como una marioneta en brazos de Felisón. Dando bandazos por los invernaderos mientras ponía cara de experto.
Cargamos los archiperres y, refunfuñando, les indiqué el camino hacia El Ejido, aquel emporio del tomate que lucía con orgullo la torre más alta de Andalucía.