Me quedo ensimismado mirando las brasas relampaguear, los leños ardiendo, las llamas cambiando de forma caprichosamente. El hogar. El centro de la vida.
Cada día nos pegamos al fuego. Compartimos con los nepalíes horas de silencio. De contemplación. De beber té y comer dahl baht. A partir de Yamphudim hace frío y llovizna. Después nevará. Hemos ido dejando atrás la vida agrícola y nos internamos en los bosques de rododendros. El paisaje se vuelve cada vez más agreste. Impone y sobrecoge ver la furia de los torrentes abriéndose paso por las laderas. Las brechas abiertas por los deslizamientos.
Llegamos a la cabañita del collado ateridos de frío y envueltos en una niebla que nos ha calado. Tablones húmedos. El techo humeante. Dejamos la mochila en el suelo, nos sacudimos el agua y tras saludar nos acercamos al fuego. Enseguida nos dejan sitio.
Cabaña entre Yamphudim y Tortong
El hombre que regenta el negocio ordena a su ayudante –que es su hijo- darnos una taza de agua caliente. Siempre hay agua caliente. Igual que siempre late el corazón o respiramos, el santo y seña de estas precarias cabañas de madera es la lumbre y un ollón de agua caliente encima.
Acercamos las manos. Queremos secarnos los guantes. El gorro. Las botas. Queremos vivir dentro del fuego. La conversación entre los nepalíes se reactiva una vez que hemos sido atendidos. Nuestros porteadores se unen a la charla. Imagino que darán cuenta de la jornada. Y de lo que queda. Se aprovechan estos encuentros para intercambiar información sobre el estado del camino, o el tiempo que hace arriba. Contando historias alrededor del fuego: eso es lo que nos hizo humanos.
A mis manos llegan unos noodles. Los porteadores y el guía optan por el dahl baht. Todos los días dahl baht. Para comer y para cenar. Rebañan con la mano el arroz que mezclan con la sopilla de lentejas y lo que haya por ahí: espinacas hervidas, algo de carne de yak, alguna salsa picante. A nosotros nos dan un tenedor. Saben de nuestra incapacidad.
El humo perenne tizna el interior de la cabaña. Y la ropa de los que pasan horas allí dentro. La nuestra olerá a humo durante meses. Alguien echa un leño y reacomoda los demás. Mueve las brasas. Las pavesas saltan enfurecidas. Hablamos con el guía. Y el guía con los porteadores y con el dueño. Son charlas ligeras adornadas de señas. Me cuesta muy poco mirar cómo arde la madera. Y no pensar absolutamente en nada.
Llega gente. La lluvia arrecia y están calados. Se quitan el impermeable, la mochila. Ves los rostros fatigados. Esas respiraciones que parecen suspiros. Vengas de donde vengas tienes que estar cansado. Son dos subidas duras las que llevan al collado. Les hacemos un sitio alrededor del fuego. Se les provee de una bebida caliente. Se les prepara la comida. Cuentan sus percances. Se interesan por los nuestros. Es un diálogo estereotipado pero necesario. Se vuelven a activar las historias y los relatos. Un murmullo interrumpido por el chasquido de un leño. O el chorro de vapor de las ollas a presión. Los nuevos comensales ya forman parte del comité de bienvenida de los siguientes que aparezcan por ahí.
En Tseram, esperando a que pare de llover
Pasamos muchas horas junto al fuego. Las noches son largas. La compañía muchas veces buena. Los dormitorios son lugares fríos y oscuros donde lo único que se puede hacer es estar dentro del saco. Se habla despacio por no agotar los temas.
Coincidimos con otros turistas. La edad media es alta. Muchos jubilados que disponen de tiempo y algunos ahorros se dedican a pasear por estas montañas. Resulta una bocanada de aire fresco. Las conversaciones con nuestro guía y los habitantes de este lugar se limitan a un vocabulario exiguo. Cosas como Good? Good. Y después una sonrisa.
Poco a poco nos vamos dando cuenta de que solo hay tres cosas importantes, solo tres: calentarse, comer y caminar.
Podrían haber contado esta vieja historia del Nacimiento del Mundo… https://www.youtube.com/watch?v=GNNigUAFzIg