El reguero de papelillos y envoltorios va disminuyendo a medida que nos alejamos de la carretera y vamos sorteando montañas. Hay menos gente. Las modestas casitas salpican las laderas aquí y allá.
La primera impresión de las espectaculares laderas aterrazadas le deja a uno aturdido. Aquí se vive en vertical y la única manera de comunicarse es caminando. Para ir a la casa de enfrente hay que bajar quinientos metros hasta el río y volver a subir otros quinientos metros. Angostos caminos de piedra. Resbaladizos. Esto empieza a molar.
Terrazas de cultivo acomodadas entre el bosque primario
En las montañas la vida es dura y a la vez reconfortante. Es una vida en la que no se prorrogan los placeres. Placeres sencillos. Es una vida sin rodeos. En la que está plenamente delimitada la acción y sus consecuencias. Necesitas leña para calentarte. Necesitas arreglar el camino para poder ir de un lado a otro. Necesitas comer.
No ha llegado aún eso de ir haciendo cosas insulsas para llegar a un fin que cuando alcances ya no significará nada. Por el camino directo se sonríe más. Al menos toda la gente con la que nos cruzamos sonríe. Forma parte del tópico que el viajero que regresa de países pobres siempre cuenta.
Sonríen los que suben cargados, que son todos los que transitan estos caminos. Con las mercancías sujetas a la frente. Sonríe la señora que recolecta pimientos mientras lleva de la mano a su hija; a tenor de su barriga parece que van a ampliar la familia. Sonríe el porteador desdentado que tiene por misión acarrear cuarenta kilos de comida a los albergues que están a 4000 metros. Sonríe la niña que se prenda de mi cuaderno de notas y deja su carga de tierra para pasar un rato entretenido.
A nosotros, a los que disponemos de más de cinco dólares por día, se nos ha olvidado sonreír. Preocupados como estamos por resolver todos los pasos intermedios que nos llevan a… ¿Dónde nos llevaban? A mí se me ha olvidado.
Esta es una tierra que parece autosuficiente. Hay arroz y mijo. Hay maíz, judías, lentejas, hortalizas. Patatas y gallinas. Hay madera y pasto. Hay miel en las colmenas construidas con troncos huecos. El agua no es un problema por estos lares. La lluvia es abundante y en la época seca el deshielo, convenientemente canalizado, permite regar parcelas y dar vida a fuentes.
Me fascina el reciclaje. Que también es real. No es un contenedor de dudoso destino. Las peladuras sirven para alimentar a las gallinas. Las chalas[1] para hacerse cigarrillos con el tabaco que también se cultiva en el valle. Con los cañones de las plumas de la gallina que han matado para cenar, se limpian las orejas. Lo mismo la cera sirve para hacer una vela. Reciclaje extremo.
Proliferan los sonidos armoniosos: el agua cantarina de las acequias y fuentes, la cadencia de un hacha fabricando leña, la azada excavando, la lluvia golpeando el tejado.
Las labores cotidianas se ven salpicadas de divertimentos simples pero nutritivos. El cannonball es una especie de snooker que se juega impulsando fichas de colores a modo de chapas. Los paisanos pasan horas alrededor de estos tableros, comentando las jugadas, echando un cigarrillo, riendo. Otra vez riendo.
Partida de cannonball
Otro invento que nos llama la atención es el columpio gigantesco que arman con las enormes y flexibles cañas de bambú.
Columpio de bambú
Poco a poco van estableciéndose novedades en este territorio aislado. Las más llamativas son la luz –con placas solares- y la difusión de los teléfonos móviles, que ofrece un contraste notorio con los rupestres métodos al uso: fuego para cocinar, inexistente tracción mecánica o animal para trabajar el campo, caminar como medio de transporte. Los tejados de chapa van sustituyendo a los tradicionales techos de bambú entrelazado.
La noche se abalanza. Destellan las luciérnagas. Se confunden con las estrellas. Y con los puntos luminosos de las laderas: las casas con luz. Ahora la gente se ve las caras. Y lo que hay en el plato. La sopa humeante aderezada con cilantro. Especias picantes. Olores asiáticos. El silencio, ese bien tan preciado. Nos vamos acoplando al ritmo del sol.
[1] Hojas que recubren las mazorcas.
Ya era hora de leer algo esperanzador, algo amable, algo bondadoso, algo entusiasta, algo bueno. La pregunta sería si la arcadia del pasado, con ley del Talión es mejor, peor, «es» y ya. Nao se nao nao http://internacional.elpais.com/internacional/2013/11/28/actualidad/1385603742_447895.html
De entre todo lo leído hasta ahora, me quedo con este texto. Fresco, directo, íntimo. Por un instante he estado allí. Habrá próximas entregas, imagino.