Tenía claro que el espray marino iba a dejar un recuerdo de sal a modo de costra en todos los cristales del coche. También tenía claro que cada día iría renovando la promesa de lavar el coche con esas mangueras a presión que funcionan a base de fichas metálicas que se compran en la gasolinera.
La promesa iba cediendo, día tras día, ante la esperanza de que llegase una borrasca y empapase de agua dulce los campos y su coche. Miraba el pronóstico del tiempo en diversas páginas web para tener argumentos en contra de aquella obligación autoimpuesta. ‘Parece que en tres días va a entrar un temporal por el estrecho. A ver si hay suerte y llega hasta aquí’. Se decía mientras giraba el sintonizador de la radio buscando una emisora potable. Intentando entrever por la sal que picoteaba el espejo retrovisor.
Excepto la luna delantera, que podía limpiar con el agua de los inyectores y el limpiaparabrisas, la sal tapizaba el resto de ventanas y comprometía mucho la visibilidad. La cosa se complicaba al atardecer. Conduciendo hacia poniente el sol entraba de frente y cada cristal salino fabricaba chispas. Un efecto semejante al que provocaban las luces navideñas enroscadas en árboles, estanterías y barandillas.
Había llegado con el coche impoluto después de viajar por el interior durante la última semana. Chubascos intensos le habían acompañado por las autovías. Y las carreteras nacionales y comarcales. Agua que llegaba a todos los recovecos del coche. Con vientos racheados que ayudaban a aclarar los retrovisores.
Le encantaba conducir en aquellas condiciones. Los limpiaparabrisas a toda pastilla desalojando la cortina de agua. El juego completo de luces encendidas. El rumor del aire caliente luchando contra el vaho.
Acostumbrado a la sequedad del territorio que habitaba disfruta con cada borrasca. Le gusta pasear entre los charcos que quedan como recuerdo tras el paso de las lluvias.
Aquellos viajes peninsulares resultaban cada vez más sustanciosos. Ya no se trataba de salvar la distancia entre dos puntos alejados entre sí una barbaridad en el menor tiempo posible. No consistía el viaje en parar para repostar a toda prisa y tomar un café, de pie, sin pausa, después de haber removido el azúcar. En alguna de esas estaciones de servicio que, aunque pertenecientes a distintas compañías petrolíferas, parecían todas iguales. Solo cambiaba el color corporativo y lo que te regalaban si les eras fiel.
Aunque seguía deteniéndose en alguna estación de servicio, al pie de las autovías, ahora solía optar por desvíos que llevaban a pueblos que antes vertebraban el territorio. Eran los ‘Conjuntos Históricos’ que él siempre consideró con reticencia.
Los rodeos consumían tiempo y aportaban novedades. Se detenía en las silenciosas poblaciones. Casas con las persianas echadas. Algún bar poco opulento, sin otra cosa que café y anís del mono. Alguna panadería desvaída. Otras veces murallas melladas. Trozos de castillo en peñones inaccesibles. Portadas platerescas de catedrales que serían el primer monumento en países anglosajones sin historia.
Se detenía en los pueblos que muchos miraban con espanto para dar un paseo. Sin ninguna pretensión. Sin idea de visitar museos, mausoleos o monumentos. Solamente quería dejarse llevar por las calles empedradas y contemplar, quizás, cómo las gotas de lluvia hacían burbujas en los charcos. Bajas presiones, se decía.
Superada la necesidad de jugar a las carreras para ir de A hasta B no encontraba reparo en gastar parte de su vida en los bares de carretera. Le gustaba pedirse un café –a veces tenía que explicar lo que era un café americano; en realidad un sucedáneo de café americano, pero eso es otro cantar- y algún dulce típico de la zona. Acomodado junto a una ventana observaba el trasiego de la gasolinera acoplada simbióticamente al establecimiento, así como el metabolismo del propio bar-cafetería.
Los coches familiares que descargaban familias ruidosas y entraban alterando el equilibrio. Tomaban posiciones con un despliegue que le recuerda al de una unidad del ejército bien entrenada. Veía camioneros. Veía repartidores que se quedaban charlando de la crisis con el camarero. Y a la gente que salía a fumarse un cigarrillo y se cagaba de frío.
Tomaba algunas notas, de todo eso, en su cuaderno. Con la ilusión –parecida a la de que llegase un temporal que le quitase la sal al coche- de que algún día esas notas se enhebrasen en una novela ganadora de algún premio literario. Pretendía que el azar le ayudase. Algo así esperaba de esos párrafos. Que se juntasen solos y le contasen una historia insospechada.
También copiaba ideas, frases sueltas, incluso páginas enteras de libros que le conmovían. Eran tan buenas que intentaba hacerlas propias al escribirlas.
El cuaderno se iba llenando de garabatos. Su sentido era pleno en el momento de apuntarlos, en aquel lugar, con aquel estado de ánimo. Después perdían fuerza a medida que el contexto se difuminaba. Las cosas tienen sentido en su momento. Es entonces cuando hay que decirlas o hacerlas. Se reprochaba. Él mismo contraatacaba esgrimiendo una de las frasecitas del cuaderno: ‘No hay que tener nostalgia de lo que no ha ocurrido’. La había escuchado en la radio y el locutor se la atribuía a Joaquín Sabina. En su opinión bien podía estar escrita en el reverso del azucarillo que venía con el café. Corrían tiempos en la que la filosofía del azucarillo cobraba fuerza. Este y otros signos le llevaban a concluir que, definitivamente, su época no iba a marcar época.
Su ‘Teoría del Limbo’ había nacido precisamente de la nostalgia de lo no ocurrido. Pensó y descartó al mismo tiempo que más que llevar apuntada la frase debería tatuársela. Como hacían los futbolistas y adolescentes. Un sector de la población a medio hacer.
En todo caso el tatuaje debería ser en acadio. Sí. Las lenguas muertas encierran un misticismo convincente. El mismo que les falta a los lenguajes funcionales de hoy en día. Sorbía café. Miraba esperanzado las nubes grises que tan acertadamente había pronosticado toda aquella patulea de meteorólogos encorbatados y engominados.
El acadio. Una lengua semítica extinta. Le asaltó el recuerdo de aquel tipo con el que se topó en una ciudad del medio oeste. Una de esas pequeñas ciudades provincianas que uno aborda con júbilo tras salir de las montañas. Una ciudad donde la vida transcurre plácida, acunada por el calor asentado en el fondo del valle. Una ciudad de centro tortuoso en donde era mejor dejar el coche aparcado en un bulevar de las afueras y echar a andar erráticamente. Sin rumbo. Recordemos que el tiempo había dejado de gobernarle.
El tipo pidió permiso para sentarse en la misma mesa. Era uno de esos locales con un aire alternativo en el que las mesas corridas invitaban a la interacción. También había rincones más cómodos en los que estar con tu chica. Pero ni el viejo ni él tenían chica. A los dos les pareció bien entablar algo así como una conversación. En realidad fue un monólogo. El tipo respondía al perfil de lobo estepario, como él. Pronto le demostró que había errado al etiquetarlo. Lejos de ser huraño más bien parecía una persona de mundo, empática. Él siempre había sabido escuchar. Era la media naranja perfecta. El viejo no tardó ni un minuto en romper el hielo.
Le contó muchas historias. Casi todas sonaron reconfortantes al abrigo de la desapacible tarde. Goteando agua por los cristales. Tibia música de fondo. Observando a las lindas mujeres que entraban y salían y se desabotonaban los abrigos de lana y dejaban ver medias y botines. El viejo resultó un narrador excelso. Le dijo que era de Easo. Y que Easo era el nombre que los vascos daban a San Sebastián. Eso poca gente lo sabía. La boina que gastaba parecía corroborar sus palabras.
Le habló de la vida rural en Euskadi, en su infancia. Le habló de la vida nocturna en París. Tenía una voz profunda pero afable. Hablaba con pausa. Sin atropellarse. Da gusto escuchar a alguien que ordena las palabras y después las va soltando a la velocidad adecuada. La disposición total del escuchante ayudaba al abuelo de Heidi – además de la boina, la barba espesa, blanca, y el rostro contundente contribuían al parecido- a escenificar mejor su monólogo.
El poso más persistente de aquel encuentro inesperado fue lo del acadio. El abuelo estudiaba acadio. Existe gente en el mundo que estudia acadio. Y existen lugares donde lo enseñan. No tenía ninguna pretensión. ‘Me quedan pocos años de vida y estudio una lengua muerta, ¿qué te parece?’ la pregunta era retórica. Es decir, que afortunadamente no había que responderla.
Fue la lengua franca durante cuatro mil años. Los egipcios lo utilizaban. Al viejo se le iluminaban los ojos. Tenía la fascinación de los matemáticos que creen a pie juntillas que los teoremas, el número pi o la infinita longitud del número e – no puede ser expresado con un número finito de cifras decimales- son las verdades universales. No es que el ser humano los haya inventado, sino que los ha descubierto como el que encuentra un cofre en el fondo del mar. Ya estaban allí, son consustanciales a la existencia. Tienen aura de destino, de propósito divino.
Tenía claro que el espray marino iba a cubrir con una costra de sal su coche recién salido del gran túnel de lavado que había sido el viaje durante aquella semana de temporales. Pero no podía evitar poner el coche frente al mar y mirar embelesado las olas que se deshacían en los arenales de la playa. Era un día falsamente soleado. Soplaba un poniente de mil diablos.
Encendió un cigarrillo –cuatro por día le había recetado el neumólogo- y miró el libro que era su copiloto. En algún momento pretendía leer. Pero la vista se le perdía en el horizonte. ‘Hay miles de obras escritas en acadio que nunca nadie ha leído. Imagínate qué historias puede haber allí relatadas. Memoria de tiempos remotos’. El viejo sabía seducir. Dejaba caer frases así. De esas que despiertan curiosidad. Interés. Encapsulaba bien lo que tenía que decir.
Quería creer que algunas de las historias serían acerca de la destrucción del mundo de aquella época. Historias apocalípticas sobre el avance imparable de las costras de sal que iban apareciendo en los que fueron fértiles campos de trigo. El temor de la gente a verse asaltados por las hordas de bárbaros que vivían refugiados en las montañas, a la espera de un momento de debilidad de las bien organizadas ciudades-fortaleza.
El exceso de riego, la codicia, había terminado con la prosperidad. La sal, tan pretendida en otras regiones (imperiales caravanas de yaks cruzando las montañas nevadas, negros apostados en la orilla del Níger reemplazando con montones de oro la sal que les dejaban) era una maldición para los habitantes de Akkad, para los sumerios y para los bajos de su coche.
No tenía respuestas para ninguna de las preguntas retóricas del viejo. Las certezas se habían desvanecido. Eso le daba libertad. Pero también le generaba ansiedad. Sin recetas que seguir. Sin normas a las que agarrarse. ‘¿Y cómo se pronunciaría el acadio? Nos quedan los símbolos. Tenemos frases y obras enteras. Pero obviamente no se han conservado los fonemas. En realidad el acadio que yo pueda aprender probablemente no se parezca al acadio real; al que fue’.
El mar reventaba contra las escolleras. Recorría despacio la línea de costa. Pasaba junto a la fábrica de sal. Montones como de polvo de tiza aguardaban la llegada de los camiones que la esparcirían por las carreteras heladas del interior peninsular. El paisaje del cabo distaba mucho de las mesetas escarchadas, polvorientas que había atravesado recientemente. El embate eterno del mar hacía retroceder la costa. Por más obstáculos que diseñasen los ingenieros lo único que podían esperar era retrasar un colapso inevitable.
Ni siquiera 4000 años de supremacía garantizaban nada. Mira el acadio, se decía. Tablillas de arcilla con muescas cuneiformes sepultadas bajo toneladas de sal.