Encontraron refugio en la parte más alta, donde el viento soplaba con más fuerza. Se esperaban unas ruinas tras las que resguardarse pero había una casa abandonada con varias dependencias. La estructura aparentaba solidez. Se había hundido el techo de una de las habitaciones pero en el resto no hay una sola gotera. Se conservan casi todas las tejas.
El yeso parece reciente y no hay restos de suciedad, salvo el polvo normal de un lugar deshabitado y las pintadas de unos pobres diablos que quisieron dejar registro de su existencia. Eso sí, puertas y ventanas han sido arrancadas. Probablemente hayan ardido en la hermosa chimenea, la joya de la casa. Van a poder calentarse en esa noche helada, de vientos explosivos.
Buscan en el pinar leños medianos que puedan llevarse hasta la casa con facilidad. Que puedan apilarse. De estos hay pocos. Bucean en la noche ayudados por la luz de los frontales. Cuando uno, tras un rato de bregar con las ramas o de alejarse demasiado de la casa, busca al otro, se da cuenta de que a cualquiera que pueda venir por la misma carretera que ellos han seguido, le provocarían curiosidad. Y luego temor. Dos hombres desesperados luchando por sacar partido del bosque, eso es lo que parecen.
La lluvia resbala por el impermeable y empapa la pana de los pantalones. Acarrean ramas enteras hasta la entrada de la casa. Emerge su instinto primitivo. Tienen que calentarse. Mientras están en movimiento mantienen la temperatura corporal. La excitación que les provoca esta novedad de creerse robinsones les distrae del frío y del hambre.
Donde empieza a notarse de manera insoportable es en las manos. Llevan unos guantes poco apropiados para casi todo. Para el frío y para manejar troncos. No están reforzados y en breve las débiles costuras empiezan a ceder. Además la madera está sucia y mojada. La corteza de pino se deshace en una pasta que echa a perderlos. Ya no sirven ni para pasear por la ciudad, que es para lo que estaban diseñados.
Los palos crujen con un chasquido ensordecedor al quebrarlos. El viento camufla el ruido. La mejor manera que han encontrado para reducir las ramas a algo manejable consiste en trabarlas en la bifurcación de algún árbol ahorquillado. Empujan. Las botas ancladas firmemente en el suelo húmedo, tapizado de pinaza. Dejan caer su peso contra la rama. Esta se comba.
Puede que al final se parta. La inclinación del cuerpo, cada vez más horizontal, para trasladar el empuje, la fuerza, contra la resistencia de la rama, hará que pierdan pie y caigan al suelo. Esto, unido al crujido seco, provocará que la escena recuerde a un tiroteo.
Esta es, sin embargo, la mejor manera que han encontrado. No tienen hachas, ni serruchos. La navaja multiusos no es suficiente y partir la madera a base de golpes con una piedra no parece un modo muy efectivo de resolver el problema.
En el maletero no hay herramientas para cortar madera pero sí otras muchas cosas. Hay una caja de cartón que contiene lámparas de repuesto, cinta americana, líquido anticongelante, bridas, cosas así. También hay un periódico, de hace varios años. Con manchas de grasa y páginas salmón, cuando la economía solo interesaba a economistas y gente con gafas.
Ha servido para encender el fuego. Haciendo bolas con las hojas. Que colocaron entre piñas, palitos y pinaza seca. Ahora miran relajados la furia de la hoguera, que se va comiendo todo lo que echan.
Descansan echados en sus esterillas. Las bolsas con la comida tiradas de cualquier manera. Cortan queso con la navaja. Pellizcan pan. Se untan fuagrás. Todo para tener que beber vino. No tienen vasos.
El vino, por una parte, sacraliza la cena. La dignifica. Por otra hace que parezcan aún más vagabundos.
Han conseguido tapar los agujeros más grandes pero el viento sigue colándose por los recovecos. Cuando hay arreones fuertes se levantan pavesas y el humo revoca. Les lloran los ojos.
Tienen que tener cuidado con los sacos. Están cansados. Por el viaje. Por el frío. Por el vino que van trasegando. Pero no quieren dormirse. No sea que salte una chispa y la fibra arda y los encuentren calcinados. Esperan a que la leña se reduzca a un montón de escombros incandescentes pero apaciguados.
‘¿Te importa que fume?’ Pregunta uno de ellos. ‘Total’ dice el otro encogiéndose de hombros, mostrando resignación y cierta jocosidad. Con la cara roja del resplandor. Envuelto en humo.
‘Pero deja ya de echar leña que no vamos a dormir nunca’ Dice rebuscándose entre la ropa húmeda el mechero. Con el cigarrillo bailándole entre la comisura de los labios mientras habla. ‘Es que hacen falta unas buenas brasas para pasar la noche’ se justifica el otro, que no deja de avivar la lumbre, echando ramitas, recolocando leños, levantando pavesas.
‘Oye Mortimer’ dice, y espera un segundo para continuar ‘¿No te importa que te llame Mortimer verdad?’ sigue diciendo sin mirarle, sin dejar de incordiar al fuego. ‘¿Sabes la cantidad de madera que hemos quemado en un rato? Cada vez hay que ir más lejos para encontrar leña’, continúa reflexionando. ‘Imagínate tener que pasar aquí el invierno. No quedaría bosque’, concluye.
El silencio deja oír los silbidos del viento por los resquicios. Y cuando amaina, el crepitar de los leños agrietándose bajo el fuego. ‘Por cierto, esa bota que echa humo, ¿es tuya?’
‘¡Joder!’ exclama el denominado Mortimer desde las profundidades.
Amanece un día ventoso, pero ya no lllueve. Hace frío. El día gris y las cenizas más grises. El extremo calcinado de una rama enorme, desmochada a medias, en realidad solo despojada de las ramitas más pequeñas y quebradizas, tira un hilo de humo. Mortimer no se explica cómo ha podido llegar hasta allí sin él despertarse.
Pliegan las mantas. Van metiendo las cosas en el coche. Resulta que había más periódicos. Y un martillo de geólogo. Y una caja con muestras de suelos extraídos de taludes de mil carreteras comarcales. También una parte sustancial de la colección cartográfica uno cincuenta mil del Instituto Geográfico junto a un par de mapas provinciales. Asoman debajo de los asientos.
Mientras uno sigue recogiendo los enseres desperdigados por la habitación, el otro despliega uno de los mapas para evaluar su situación. Y tomar una decisión sobre su destino. Trata de meterle mano al día. Y para tamaño esfuerzo se siente impelido a encender el primer cigarrito del día. Se contiene. En el pueblo encontrarán café. Prefiere esperarse y retrasar la substracción del stock propuesto por el neumólogo.
Bajan del nido de águilas en el que se habían instalado. El sitio es precioso. La incipiente luz del sol va dorando los farallones de la caliza que conforman la muela. Bajan entre pinos. Sin querer se van fijando en la madera disponible.
Abajo, al pie del pueblo, hay un embalse. Unas pocas embarcaciones amarradas junto al pequeño pantalán. Se adivina una vida muy diferente en verano. Y resulta muy lejana. Cuesta imaginarla.
Llegan a un bar en el que hay algarabía. Hombres que madrugan, de la hidroeléctrica. Y mujeres barrenderas. Cada uno con su mono de faena. Para ellos es la hora del almuerzo. Se ven copas de coñac. Carajillos. Bocadillos enromes. Lo de pedir tostadas y café suena demasiado simple, casi ridículo, al que atiende el negocio. Que aprovecha para repasar con la balleta la barra de madera barnizada.
Si de lejos resultan parecidos, en sociedad responden a dos tipos de persona muy diferentes. Uno es inquisitivo y enseguida se mezcla con las cuadrillas para conocer detalles sobre el funcionamiento de la comarca. Antiguos usos y costumbres. Repercusión de las novedades tecnológicas y de la política agraria vigente. Averigua el estado de las carreteras. Si hay mercado en algún pueblo cercano.
El otro tiene un aire de percherón abandonado. Pasea su mirada triste en busca de alguna distracción. El periódico de la provincia. Las tetas de la mesonera. No es que sea tímido. Ni misántropo. Es que tiene poco interés, en general, por las cosas. Saca su cuaderno y mientras revuelve el café ordena sus ideas. De la última noche le queda el recuerdo de una imagen. Y cuando eso ocurre necesita verbalizarla.
Ambos están acostumbrados a estos súbitos arrebatos de independencia donde cada uno hace su vida. Mientras uno habla con los operarios, que tragan unos bocadillos de panceta memorables, el otro, despacio, escribe así:
‘Son manglares. Las raíces aéreas. El mar entre los recovecos. Me acerco con la balsa todo lo que puedo. No quiero sumergirme en estas aguas. Me dan miedo. Sí, me dan miedo, lo reconozco. Hay muchas cosas que me dan miedo. Estamos programados para ello. Me vienen a la cabeza las palabras de Marco Aurelio, tan primorosamente narradas en Videodrome: Decía Epicuro que la muerte no debería asustarnos con su inminente llegada. Es cierto que nos hurta nuestra única pertenencia, pero no es menos cierto que mientras existimos no está presente. Y cuando está presente ya no existimos.
Condenados a no coincidir. Pero ¿y el tránsito? ¿Y ese momento de lucidez previo a la inexistencia? ¿Y el dolor? ¿Y si me come vivo un cocodrilo de los manglares y noto cómo me quiebra las piernas, las arterias, la pelvis?
Llevo años vagando por el Limbo, subido en esta balsa. Tengo que salir de aquí, tengo que tocar tierra. Por eso me he acercado hasta esta costa de manglares. Al principio creía que era un espejismo, como tantas veces. Muchas veces dudo. ¿Qué es real? ¿Qué irreal? ¿Cuál es el camino correcto? ¿Existe ‘lo correcto’? Y así me pierdo en divagaciones.
Amarro la embarcación. Estoy dispuesto a meterme en este incierto territorio. Tras las raíces nudosas, resbaladizas, de los mosquitos y de las fieras acuáticas, del fango, puede que por fin haya algo nuevo y estable. Tierra firme.
Estoy tiritando. Un brote de paludismo. Tengo golpes y heridas. Una brecha en la cabeza. Me he caído varias veces. Avanzo a trompicones. A sobresaltos. Espoleado por el miedo. Torpemente. El barro contrasta con mi maltrecho y pálido cuerpo. Años de navegación han dado lugar a antebrazos cobrizos. Pero el resto del cuerpo es blanco.
Ya no sabría volver hasta la balsa. Si este laberinto es el delta de un río sin cartografiar entonces esto no es más que la prolongación del Limbo. También puede ser el borde de una isla, o de una península. Y que luego haya palmeras y hasta un paseo marítimo.’
La cuadrilla sale animosamente. Dispuesta a tirarse contra el frío. A manejar maquinaria pesada y despellejarse los dedos apretando tuercas. Vuelven a reunirse los dos amigos. ‘me han dicho que la carretera que sigue el fondo del cañón está despejada. Se puede pasar.’
Cierra su cuaderno y saca ese cigarrito que lleva esperando desde el amanecer. Empieza a notar el sabor ligeramente acre a través del filtro. ‘Se te ve contento’.
‘Claro, voy a fumar. Y además creo que me acerco al final’, dice mostrando el cuaderno.
‘No jodas, ¿vas a salir del Limbo?’ inquiere sorprendido, con las llaves del coche en una mano y la cartera para pagar en la otra.
‘Puede ser. Luego te lo leo’