La besó como si ella tuviese todo el oxígeno del planeta. Al principio no lo rechazó y se dejó hacer. Sorprendida, atenta. Pero de repente le entró un no sé qué. Le saltaron las alarmas. No eran remordimientos. Ni que él no le gustase. Pero aquella desesperación la incomodó y la puso en guardia.
Bastó que ella le empujase levemente para que se separase. Con aquiescencia.
Su expresión era de arrepentimiento. De incomprensión. Como la de un perro al que le han dado permiso para comerse las sobras y de repente le reprenden. Y se queda mirando con una cara de pena terrible. De no entender nada. Renunciando a lanzarse a dentelladas a por lo que cree que le corresponde.
Pero no se va. Ni se indigna. Se le queda una mirada líquida. Sostenida.
Sin decir nada ella se fue. La siguió hasta donde le dio la vista. Hasta que perdió su figura ceñida por una gabardina. No se giró para mirarle. A él empezó a comerle un vacío que casi le hacía doblar las rodillas. Ella necesitaba tiempo para aclarar sus sentimientos. Sí, seguro que era eso, se dijo. Un clásico.
Se lo han dicho todo. No ha habido una palabra de por medio pero se lo han dicho todo. Sin whatsapps, ni sms, ni chat, ni e-mail, ni ningún otro anglicismo. No ha habido llamadas telefónicas ni por supuesto una carta escrita a mano.
Han utilizado la herramienta de comunicación más potente que existe: la mirada.
Se han estado mirando con una intensidad tal que cualquier palabra que se hubiesen dicho, no hubiera añadido nada. Lo hubiese enturbiado.
Poco a poco reacciona y consigue que las piernas le respondan. Camina aturdido. El frío lo espabila. Las luces y el tráfico a un lado y otro del bulevar conforman una de las principales arterias de la ciudad. Va dejando atrás las casetas donde venden libros de segunda mano. Es como el vaquero que se arranca la flecha clavada en el músculo. Tapando la sangría como puede. Trastabillado busca un lugar en el que reposar y pensar, con algo de claridad, su siguiente movimiento.
Porque esto que ha ocurrido no ha sido sino un flechazo. De esos que duelen.
Seguía dándole vueltas a aquella noche. A aquella chica casi desconocida. Andar campo a través, entre la escarcha que se iba licuando, le iba levantando la tira de cinta americana. Con la que se había envuelto la bota, intentando tapar el agujero. En medio de aquella reparación precaria, sentado en el asiento del coche, suspira y dice ‘menudo error de novato’.
‘¿A cuál de ellos te refieres?’ Le pregunta con cierta malicia. Mortimer gira la cabeza como para entender mejor la pregunta, con la cinta americana entre los dientes, a punto de partirla.
‘Sí’, dice el otro, Liebich, ‘¿Hablas de haber dejado la bota demasiado cerca del fuego o de haberla dejado escapar?’
No contestó. Se encogió de hombros. Qué más daba.
A lo más tardar se verían en el coche cuando cayese el sol. Llevaban varios días malcomiendo. Rosigando curruscos de pan. Necesitaban una ducha. Las barbas, al no ser tupidas, realzaban su dejadez. El pelo les olía a humo de tanta fogata. ‘A pino’ les había dicho una mujer del mercado. Una de esas mujeres deslenguadas, al mando de un puesto de variantes, que irradian una alegría y una energía tan contagiosa como sospechosa. ‘Qué bien huelen ustedes’ les dijo mientras alzaba un cazo perforado, cargado de aceitunas, y el agua salobre caía como una cascada de vuelta a los barreños. ‘A pino y campo.’
Se fueron alejando. Caminando hacia puntos cardinales opuestos. Cada uno con sus archiperres y su morral. Un trozo de fuet y un puñado de almendras.
Las muestras las metían en sobres en los que garabateaban las coordenadas y la fecha. Una localización temporal y espacial es lo mínimo que requiere la ciencia para empezar a funcionar. Datos para hacer gráficos y sacar de quicio la realidad.
Tenían esa visión arcaica y algo romántica que hizo de los hombres de acción, de los intrépidos exploradores, un rudimento de los primeros científicos. Buscaban preguntas. Y también respuestas a cuestiones absurdas y poco rentables. Eran representantes, en terminología de Bertrand Russell, de una ciencia teórica, que trataba de entender el mundo, más que de una ciencia práctica, que es un intento –cada vez más consolidado- de cambiar el mundo.
En estas divagaciones se cae cuando se caminan horas por el campo y la mente necesita alimento. A Mortimer se le ocurrió un aforismo de azucarillo de cafetería. ‘Dos no follan si uno no quiere’. Luego le dio una vuelta de tuerca. ‘Dos no follan incluso aunque los dos quieran’. Lo cual es una pena, se dijo. Y se encarama por una ladera tupida de zarzales. Buscando un paso hasta un talud francamente prometedor.
Liebich, por su parte, trata de desmenuzar la Teoría del Limbo que anoche le leyó, con apatía y entre caladas, su colega.
‘El Limbo es un lugar inabarcable. Hay dos orillas. En una está la juventud, la vida irresponsable sometida a la escasez económica y las normas. Es un lugar cómodo, demasiado cómodo, del que se parte deslumbrado por las promesas que ofrece la vida adulta. En la otra orilla espera una existencia estable, algo aburrida y, supuestamente, feliz. Pero ante todo segura. Un lugar desde el que esperar, al calor de un brasero, la llegada de otro Limbo.
La ruta para ir de un lugar a otro es bien conocida. No hay más que seguir un protocolo que te lleva, por poner un ejemplo, desde un bachillerato aprobado como sea hasta unas prácticas mal remuneradas en una empresa de tiburones, y de ahí a una plaza fortificada en el Ministerio, de la que no te arranca ni dios. Pero hay gente que se empeña en aventurarse sin astrolabio o tiene la ocurrencia de ir a nado.
Dos estereotipos sirven para ilustrar las costas que separa el Limbo. La vida de soltero, desordenada y precaria es uno de los puntos. La vida en pareja, con hijos, perro y caseta para el perro es el otro. Ciertamente hay otros modelos que sirven para ilustrar estas costas habitadas.
Entra dentro de lo esperable perderse en el Limbo. Es más, casi es parte del protocolo. Cada poco hay señales que te permiten volver a la ruta, trillada por un tráfico incesante.
El Limbo, el verdadero Limbo, se da cuando se duda si ir hacia la orilla prometida o volver al muelle de partida. Queriendo mezclar el poder que otorga el ser adulto con el bourbon de la juventud. Sin tener en cuenta las obligaciones de los primeros ni la decadencia que a marchas forzadas nos aleja de los veinte años. Responsabilidad frente a desenfreno. Acaba siendo como mezclar pastillas con alcohol. Acaba uno por desorientarse. Y es ahí cuando desaparecen todas las certezas y se cae en el Limbo, en el verdadero Limbo.
Hay sargazos. No hay horizonte. Hay profundidad. No hay gaviotas. Ni señales esperanzadoras.
Si te cruzas con otro náufrago te alejas de él. Puede ser peligroso. No te arriesgas a que te quite el único anzuelo que te queda.
Y entonces se cae en la desesperación. Se conocen casos de gente que ha remado hasta la extenuación. Que se animaba así mismo diciéndose que a alguna orilla llegaría. Valía cualquiera. Y que cuando apenas estaba a unas millas de su meta ha decidido, repentinamente, empezar a remar con la misma saña en dirección contraria. No sabía dónde estaba.
Vagar por el Limbo es consecuencia de una pléyade de causas que se refuerzan entre sí. Es fácil perder pie en cubierta ante los reemplazos de carne fresca, cada vez más inaccesible e inapropiados. La falta de motivación hunde muchos barcos. El habitante del Limbo puede dar vueltas eternamente viciándose con los principios (de una relación, de un trabajo), titubeando ante los primeros embates serios de la mar.
NOTA: Esto puede servir como piedra fundacional de la Teoría del Limbo.’
Tiene los pies cansados. Ha caminado por terreno desigual muchas horas. Atento a los detalles y a la textura de rocas y plantas. Agradece la uniformidad de la pista. La pana de los pantalones suena al rozarse entre sí. Como pequeños latigazos partiendo el aire.
Por fin aparece el coche. Al fondo de la vaguada. Refleja el sol. Un ladrido lo saca de su recogimiento. Después ve las ovejas y entonces comprende que el que acompaña a su amigo es un pastor.
Mortimer ha sacado una caja de latón cuadrada, un poco maltrecha. Allí va guardando los cigarrillos que va liando. Anselmo, con pausa y delicadeza toma uno de ellos y agradece asintiendo con la cabeza. Repasa la costura pasando un dedo. Asienta el tabaco golpeando el filtro contra la palma de la otra mano. Después lo enciende con el chisquero.
Los tres perretes tienen prisa por apriscar las ovejas. El pastor se da cuenta. Aunque tiene ganas de hablar sabe que las ovejas son muy cuadriculadas. Necesitan ir en rebaño y cumplir estrictamente toda su rutina. Son animales más bien estúpidos. Apaga la colilla contra la suela de la bota. ‘En el primer restaurante que hay nada más entrar al pueblo, a mano derecha, uno con unos arcos, dan un cordero que parte el alma. Digan que van de parte del Anselmo. Ale, con Dios.’
Arrancan. Y Leibich dice ‘Vaya tela lo del Limbo ¿no?’ Mortimer le mira de soslayo. Y tú, ¿tienes claro hacia donde navegas o vas a la deriva?’
Leibich se sonríe. Maneja con cuidado. Hay baches. ‘Pues no sé’ responde, ‘de momento el derrotero de esta nave conduce al vino y el cordero’.
‘Vale. Me parece bien.’