Por mucho que se esfuerce no consigue sacarse de encima el aire de palurdo que ha adquirido en los últimos tiempos. Es lo que dicen sus amigos. Un poco por joderle. Y otro poco por espabilarle. Lo peor no es que haya dejado de actualizar su vestuario. Sino que renuncie a sus señas de identidad cuando va a la ciudad. Es un tipo de campo y de repente quiere competir con los pura sangre adaptados al asfalto. Los que saben llevar un traje y caminan como flotando por el entramado urbano. Transitando con soltura de un despacho de abogados a un restaurante. Manteniendo la compostura y la raya del pantalón en su sitio.
De aquel naufragio tan inesperado –fue el primero- sobreviven algunas camisas. Un cinturón de esos elegantes, que restringe para bodas y los funerales. Incluso una americana a la que solo le falta un botón del puño. Todo está pasado de moda. Va tirando de las sobras que quedaron tras un matrimonio escueto y doloroso.
Se enamoró de una chica sofisticada. Alegre. Y muy pija. Quiso creer que de su mano saldría del Limbo. Craso error. Era un archipiélago de costas afiladas. No era tierra firme, de esa que se extiende y forma un continente.
Desde que ella saliera de su vida el ‘estilo’ desapareció. Lo que ella llamaba estilo, algo que él nunca llegó a hacer propio. Ni siquiera a comprender. ‘Es que eso se tiene o no se tiene’ le decía ella para zanjar discusiones, cada vez más desagradables.
Se fue a vivir a las afueras. Ya no tenía que ir al Club los fines de semana. Ni a cenas. Ni a cócteles. Trabajaba desde casa. Cuando había trabajo. Y si no se iba al monte. O a dar vueltas por las carreteras. Había perdido la estela de sus amigos. Tanto solteros como casados. Gente comprometida con causas ajenas. Gente que se mantenía a tono con las nuevas colecciones que renovaban los escaparates de la ciudad. Gente que de repente cambiaba de gafas. Más modernas. ‘Es lo que se lleva esta temporada’ le hubiese presentado como único e irrebatible argumento su mujer.
Ahora compra pantalones reforzados. Con bolsillos laterales. De colores apagados. Camisas de felpa. Forros polares. Botas. En grandes almacenes, en la periferia. En los mercadillos de los pueblos. Seis calcetines por dos euros. ‘¡Qué horror, qué poca clase!’ exclamaría ella con un desprecio lacerante.
Los días que va a la ciudad intenta ponerse guapo. Es un reto en el que reconoce los hábitos de otra época: utilizar el calzador, peinarse, recortarse las barbas y ponerse un reloj de pulsera. Acciones que le van condenando a un punto de artificialidad que es precisamente lo que le ralentiza. Lo que le hace sentir que va disfrazado. No se halla.
En su armario queda lo que pudo salvar del barco encallado en el arrecife, azotado por el oleaje. Camisas de listas. Y de cuadros. Con los cuellos algo sucios. Un amarillo resignado que no sale con nada. Y tres pantalones de diverso grosor. Bien planchados.
Aunque el gris marengo no combina con los dockers beis –‘¡se escribe beige!, por Dios, pero qué vería yo en ti’- él cree, al echar una visual al espejo del vestíbulo, antes de salir de casa, que va hecho un dandi.
Comienza su recorrido en el estanco. Después se llega hasta una tienda de ultramarinos que conserva el mismo aspecto que hace un siglo. Los que antes echaban en cara al dueño su abandono ahora presumen de tener un comercio tan auténtico en el barrio. Las mercancías están bien dispuestas en tarros y latas. Rebosan las legumbres en sacos remangados. Huele a especias. Hay ristras de ñoras. Y café en grano que se vende a granel.
Para combatir las largas tardes de invierno compra jengibre escarchado y pasas moscatel de Cómpeta. Sale con los cucuruchos de papel de estraza metidos en una bolsa. Y se toma su segundo café. Mirando el trasiego de la calle. Oficinistas que salen a desayunar. Repartidores. Gente de compras y gente haciendo gestiones. Le da el sol en la cara. Las palmeras, emborrachadas de viento, permanecen exangües.
Su primer error es querer abarcar la ciudad entera. Resolver espinosas cuestiones administrativas y recorrer sus librerías predilectas. Ir a una tienda de montaña y luego a otra para comparar precios. Tomarse una tapa de bacalao. Mirar sombreros.
Su segundo error es no haber comprendido aún las reglas de la ciudad: no está hecha para andar y además hay gente. Con la que conviene interaccionar.
Hay que ser un espabilado. No ceder el paso. Conocer las calles en las que se aparca mejor. Jurarle al del parquímetro que acabas de llegar. Dejar el coche en doble fila y quedarte tan tranquilo. Pagar taxis. Tener el arte necesario para abordar con solvencia a las dependientas y encima caerles simpático. Evitar que los resabiados se te cuelen en el mercado.
Se desorienta con facilidad por el exceso de referencias y la falta de perspectiva. Pese a ello nunca pregunta. Le da apuro. Es tan discreto que a veces ha tenido la ilusión de ser invisible. Una vez estuvo dos horas sentado en una cafetería esperando a que le atendieran. Hacía cómo que levantaba la mano. Y como que llamaba al camarero. Sin determinación. A los de las mesas de al lado les resultaba cómico. Y entonces recurría al viejo truco de hacer como que leía y no tenía prisa. Pero no dejaba de mirar de reojo. Alguien entraba, se sentaba y alzaba levemente la mano. Al poco tenía allí su café.
No tomó nada y se marchó. Enfurecido. Consigo mismo.
Con ese procedimiento tan suyo, tan obsoleto, acaba por sucumbir. Tras subir y bajar largos tramos de escaleras que parece que comunican la superficie con el núcleo de la Tierra. Tras quitarse y ponerse capas de ropa. Se va resquebrajando la imagen de dandi que quiso ver en el espejo. Al final de la mañana parece una cama desecha.
Le duelen los pies, las lumbares. Suda como un bogavante al vapor. En la bolsa de la tienda de ultramarinos ha ido metiendo los papeles de Hacienda, los libros que ha comprado, la camisa que se ha sacado en el baño de la cafetería, harto de su incomodidad. Y la bolsa se va deshaciendo. Se rompen las asas.
Se toma una cerveza. Con la lengua se repasa la espuma que le queda prendida en el bigote. Parece un cepillo de alambre. No comprende cómo la gente puede sobrevivir e incluso disfrutar en un territorio tan hostil.
En Hacienda le han dicho que las normativas están para cumplirlas. Tiene que rellenar el trescientos seis y presentar un escrito. Y luego ya veremos. Un papel llamará a otro. Así hasta el certificado de defunción. Mórtimer sabe que es presa de las leyes humanas. Y que está condenado a vivir en un bucle infinito de trámites. Después de un reparador trago de cerveza, de bajar la nata de la cerveza hasta la mitad de la jarra, piensa que él es más partidario de las leyes naturales. Y que no estaría nada mal prender fuego al edificio de Hacienda para que ardiese con todos sus papeles dentro. Una ley redentora y purificadora.
Camina resignado hasta las calles donde solo a él se le ocurre aparcar. Muy lejos del centro. Arranca y se marcha. En el camino de vuelta sostiene que saboreará cada cristal de jengibre lentamente. No quiere volver a la ciudad.
Ya se le pasará.
Me ha encantado! Me gusta esa exaltación de las características más peculiares de Mortimore porque son dignas de un gran personaje de novela. Personejizar a los protas, algo así leí hace dos semanas en El Cultural. Saludos!