Quiso regalarle un libro. A la chica desconocida que, como él, daba vueltas entre los puestos de viejo. Una hilera de casetas a la espalda del parque más grande de la ciudad. La empalizada de árboles, paralela a la fila de barracas, proyectaba su sombra en las épocas calurosas. Y surtía de hojas secas cuando llegaba el frío. Revolotean crujientes entre la gente que buscaba libros; un poco por distraerse.
Se habían cruzado varias veces. De manera casual al principio: alrededor de la misma mesa de novelas. O en ese ir y venir al que lleva la disposición lineal de los puestos. Después los encuentros son más forzados. Se hace el distraído leyendo la contraportada de un ensayo sobre la expansión de los imperios. Mientras, estudia sus movimientos. Sus preferencias.
Debió ser el ambiente bucólico y decadente de aquella zona de la ciudad lo que le ayudó a decidirse. Una atmósfera que atraía a melancólicos, románticos, desahuciados, perdedores, desheredados, vagabundos, observadores.
Gente tan desesperada que se dejaba llevar por la corriente. Gente tan en paz que no temía nada.
Era un lugar de una decadencia irreparable. Aunque el ayuntamiento, en un arrebato de buenos propósitos, diese una mano de pintura a las casetas, o hubiese renovado el mobiliario urbano y hasta colocase un cartel enorme anunciando la existencia del tradicional mercado de libros, el aire de abandono no se iba. Olía a viejo. A anacrónico.
Pero igual que le atraen los desconchones de Nápoles, La Habana y Oporto, le gusta pasear por un sitio que, con la llegada del ipad, las compras por internet y el auge de los grandes centros comerciales, tenía que haber desaparecido.
Auspiciado por el sol de otoño se resuelve a actuar. Hace como si se la tropezase al azar. Se miran. Se sonríen levemente. ‘Perdón, perdón’. Dice educadamente. Porque resulta que han puesto la mano sobre el mismo libro. Fíjate tú qué casualidad. Debe de haber unos veinte millones de libros en esos puestos y les gusta el mismo.
Y entonces va y le dice algo. Es el escalón que ha aprendido a superar tras varios años en el Limbo. Maniobras de supervivencia. Ahora sabe que hay que cerrar la boca cuando bucea. Cuando por ejemplo se tira de la balsa de náufrago con un arpón para pescar jibias. Y también sabe que en la superficie hay que abrir la boca para tomar aire y no ahogarse. Ha aprendido que no le sienta nada bien que las emociones le exploten dentro. Así que respira. A veces aprovecha ese aire que viene cargado de partículas emotivas para que vibren sus cuerdas vocales. Y habla.
Ella, ante las torpes maniobras de abordaje, muestra benevolencia. Y curiosidad. Afortunadamente no la de un entomólogo que quiera estudiar los moscones surgidos de los setos del jardín contiguo.
Después de unas frases bien medidas, alguna ironía y sonrisas sutiles le sorprendieron sus propias palabras: ‘¿Te apetece un café?’
Y todavía más la respuesta. Porque aceptó.
‘Joder Mórtimer. Eres la leche’. Decía entre carcajadas Liebich. Se inclinaba hacia delante, sujetando el volante con las dos manos. Era una espléndida mañana invernal. El anticiclón de las Azores había dejado un panorama limpio. El aire seco y frío dejaba ver los perfiles de todas las montañas unas cien leguas a la redonda. Las cumbres blancas. Nada de viento.
El único movimiento en el paisaje escarchado era el de su coche. Y la vida que levantaba a su paso. Pequeñas bandadas de aves pardas que volaban al unísono y terminaban por posarse en los cables de la luz. Tras unas acrobacias y ejercicios sincrónicos ciertamente admirables.
Liebich sentía debilidad por las pajarillas de las nieves. Así llamaba Anselmo, el pastor, a las lavanderas blancas. Eran como artilugios mecánicos que cruzaban la carretera como si se desplazasen por pequeños raíles. Dando pasos cortos y muy rápidos. Que no alteraban su verticalidad. Parecían de mentira. Pequeños charlots en una película en blanco y negro, antigua, de esas en las que la escasez de fotogramas propicia el efecto ilusorio de que nuestros antepasados hacían las cosas a toda hostia.
No echaban a volar hasta que el coche se les venía encima. Antes de tirarse a la cuneta espadañaban y movían la cabeza hacia adelante y atrás. Rompiendo el embrujo.
Conduce con guantes. La calefacción a todo trapo. Tenían un viaje largo hasta llegar a la base de un cogollo de sierras abruptas, donde nacen varios ríos. Unos se iban hacia las secas tierras levantinas, donde eran esquilmados antes de llegar al mar. Otros tenían un recorrido continental hasta sus desembocaduras en el océano.
Dejarían el coche al lado de una cortijada abandonada en el último éxodo rural. Después recorrerían una lóbrega garganta. Los mapas geológicos indicaban la existencia de estratos propicios a sus intereses.
‘Bueno, pero sigue. ¿Y entonces qué pasó?’
Caminaron con los paraguas plegados. Dando él patadas distraídas a las hojas acumuladas. Por disipar la tensión. Y hablando de sus gustos literarios. Ambos citaron libros que el otro no conocía. Ni siquiera a sus autores. Quedó claro que ella optaba por el lirismo, la poesía y la literatura centroeuropea. Él derivaba últimamente hacia los ensayos; sin olvidar la ficción. Le gustaban especialmente los retratos sociales decadentes. Autores norteamericanos que hurgan en las miserias de una vida aparentemente perfecta.
Con el café delante ninguno se atrevió a plantear otras cuestiones más allá de la literatura. ‘¿Por qué no te gusta la poesía?’ se atrevió a preguntar ella. ‘No es que no me guste’. Miró la taza de café. Dio un sorbo. ‘Es que no sé leerla. Me gusta mucho escuchar poesía. Oír a los autores recitar su obra. Ángel González es adictivo cuando lee su Canción de invierno y de verano’. Hizo una pausa. ‘Pero cuando yo lo leo no me sabe igual. Ni se parece. No me gusta’.
‘Yo necesito leer poesía para sobrevivir’, dijo ella, abriendo un abismo que él quiso suturar de inmediato: ‘Pues a ver si me la lees’.
Se rió. Como venía haciendo toda la tarde. Una sonrisa irresistible que le tenía perturbado. Siguieron caminando hasta que ella dijo que se tenía que ir. Lo normal.
Pero él estaba desatado. Y se atrevió a darle un libro. Argos el ciego, una prueba de que la poesía no es patrimonio exclusivo del verso, le dijo. No lo aceptó. Fue tajante. Dijo que ella elegía sus libros. Después, cuando sus caminos se separaban, le dio un beso. No se lo pudo aguantar. ‘El resto ya lo sabes. Desapareció. No la he vuelto a ver’. Mórtimer, incómodo, cortó por lo sano. ‘Venga, vamos a por esas calizas que tanto te gustan’.
Sonaron tres portazos. El último el del maletero. Caminaron aprisa. Pese al sol hacía mucho frío.