La patrulla rural comienza la jornada con la desidia propia del que está asentado en una rutina que parece milenaria. Recorrer carriles polvorientos entre olivos y viñas. Un paisaje devastado por la codicia. Apenas quedan algunas chaparras, todas en lugares inaccesibles, rocosos, poco aptos para la agricultura. Que si no ni eso quedaba. También se empeña en crecer, al borde de arroyos en estado vegetativo y acequias que pierden agua, un reguero de follaje residual: desordenados cañaverales, espinosas zarzas.
Lo mejor del turno es que empieza al atardecer y termina a las seis de la mañana, comiendo churros donde la Nicolasa. Se ahorran la solanera que calcina la campiña cordobesa en el duro período estival. «Chamorro que está prohibido fumar en el coche, de servicio y en el campo, así que apague ese cigarrillo». «No me joda, mi sargento». «No hombre, si es una broma, fuma, pero poco, que es malo para la salud». «Digo que no me joda con lo de Chamorro, que ya sé que le gustan las novelas del Lorenzo Silva, pero yo es que tengo mi nombre: Germán Mirabete». «Mira, vete a por unas cervezas», dice el sargento descojonándose de la risa.
Y el cabo Mirabete soporta estoico la risa desproporcionada del viejo. Luego se buscará la revancha. Más vale reírse en un oficio como el suyo. Dar vueltas por cortijadas abandonadas, al acecho de los ladrones de cobre, vigilando que no se lleven las cosechas, al tanto de movimientos extraños. Esto le recuerda al sargento Foscas un hecho estrambótico. «Anda Sánchez que como veamos otra vez el ORNI», dice mientras conduce el lanrover entre higueras cargadas de fruta. «Me llamo Mirabete, mi sargento». «Mira, vete a por unos higos». Hostias, qué pesado, piensa para sí el cabo. Lo deja pasar, total, si el viejo lo pasa bien con la bromita, pues le sale barato. Por lo menos no es de los de cazalla y puticlub, se consuela. «No se dice ORNI mi sargento, se dice OVNI », dice para que el silencio no incomode.
Foscas se gira. Con los ojos abiertos. Serio. «Como que OVNI. Era un ORNI: objeto rodante no identificado. El loco aquel a las tres de la mañana. Que tiene cojones, vamos».
Clic, clic… Enciende y apaga el linternón para comprobar que funciona. Abre la carcasa. Cambia las pilas. Clic, clic. Vuelve a verificar.
Es la hora de la siesta. El sopor tras la comida, unido al murmullo de los documentales de La2 deja a la familia aletargada sobre el sofá. Gerardo aprovecha esta tesitura para hacer sus probaturas en el trastero, el lugar más oscuro que ha podido encontrar. Es un animal oportunista que ha aprendido a sacar partido de las situaciones más delicadas. Arrastra desde hace meses una lesión que parece infranqueable. No puede andar campo a través, como a él le gusta. Además la crianza le deja poco tiempo y el trabajo le tiene destruido.
Vive en medio de la campiña. En un pueblo blanco que tiene su fuente de riqueza en los campos de labor ocres que conforman un paisaje monótono y previsible. Sus habitantes esperan con cierta inquietud la cosecha de montilla. Que lleguen las fiestas patronales. La feria. La Semana Santa. Las tradiciones. Ir de bares. Charlar. Comentar los tópicos, el dulce transcurrir de la vida.
Menudo coñazo.
Con este panorama, su principal afición, que es buscar fauna al borde de la extinción en lugares más bien aislados, parece que no puede dar mucho de sí.
El campo, para los agricultores de la zona, es un lugar que hay que mantener a raya. No es admisible que crezcan hierbas (y por eso se llaman malas hierbas) entre los cultivos. Y mucho menos que merodee por allí algún conejo, ratón o similar. Se pasa el arado cada poco, igual que un ama de casa tradicional barre tres veces por día la cocina. Y se echa veneno (fitosanitario es una palabra más conveniente; igual que se habla de daños colaterales en las guerras) en cantidades industriales; siempre por encima de las recomendaciones del fabricante, que qué sabrá. Por si acaso quedase algo, todo es un inmenso coto de caza. No se desdeña ninguna pieza. Las perdices siempre dan para un guiso. Pero si se cruza un zorrillo, un aguilucho, pues mira, él se lo ha buscado.
Quedan las ruinas del monte mediterráneo original.
Con estos elementos en contra, Gerardo se mantiene en pie. Conocedor de sus limitaciones ha ido engastando un plan que sortea inconvenientes y aprovecha sus fortalezas, escasas como decimos. Es una más de sus ya famosas ideas de bombero. Aunque a muchos les parezca que no tienen ni pies ni cabeza, funcionan. Ha visto veinticuatro especies de felinos ─hay treinta y seis─ y eso probablemente sea un récord mundial. Se ha subido al Teide desde la playa en siete horas. Y luego ha bajado en otras seis. Ha cruzado a nado el brutal río Paraguay; aguas achocolatadas que albergan caimanes, anacondas y pirañas. Ha sobrevivido a la cárcel en un corrupto país del África negra. Ha penado por el altiplano andino en busca de gatos. Ha sobrevivido al barro y los mosquitos del Chaco. Y se ha sacado una oposición con el número uno. Gerardo es consecuente con sus pálpitos.
Engrasa la cadena para que no chirríe lo más mínimo. Se ajusta el frontal. Acomoda el linternón. Se asegura de llevar todo lo necesario en la riñonera: una camisetilla de manga larga por si le da frío, unos frutos secos, pilas de repuesto y agua. Ni móvil ni documentación.
Empieza a pedalear a media noche. La idea es buscar fauna por los carriles que unen pueblos y cortijadas. Es de las pocas cosas que su lesión le permite. Tiene estudiada la franja horaria óptima para ver animales. Entre las dos y las cuatro de la mañana. No hace calor. Deja atrás el asfalto y las últimas luces del pueblo. Empieza a sentirse vivo. Coge ritmo. Durante la primera hora le da fuerte. Con la luz del frontal va buscando ojillos que delaten a sus ‘presas’.
Repasa mentalmente la lista completa de especies e individuos que ha divisado. Saborear ese cómputo le lleva a seguir pedaleando: diecisiete zorros, un tejón, cuarenta conejos, media docena de jabalíes. Una gineta. No está mal. El verano acaba de empezar. Es un espaldarazo para lo que tiene en mente: recorrer a toda pastilla carriles por el Chaco y Borneo. Y sorprender a felinos de gran formato que recorren las pistas para evitar la incómoda espesura (que los animales, por muy animales que sean, gilipollas no son).
Van cayendo las horas. El frontal le abre camino y de repente ¡zas! Ahí está. Otro zorrillo. ¡No! Es otra cosa. Acelera. Se pone frenético. Corre de una manera rara. Tiene que verlo mejor. No hay cosa que más le joda que quedarse sin identificarlo. ¡Una nutria! ¡¿Pero qué hace aquí una nutria?! Ni con el plato grande consigue recortar más distancia. El ORNI a toda castaña y la nutria galopando. Por fin se echa a una lado y desaparece entre la maleza.
Jadea y ralentiza el ritmo. Saborea su nuevo hallazgo. Debe de ir del río a la acequia, justifica. Como corría la cabrona. Mañana se lo cuenta al Indio. Tres y media de la mañana.
«Míralo, el ORNI, ahí está» «¿Dónde, dónde?», pregunta Foscas. «Ah, ya lo veo. ¡Qu’hijo puta!, cómo corre el tío. Mira, vete para el cruce con el cortijo Alamillo. Tiene que pasar por ahí». «Ya está bien con la guasa mi sargento». «Es que tienes un nombre que da mucho juego».
De repente un coche le da las largas. Joder, ya están aquí, se lamenta. La adrenalina le pone en guardia. Frena y levanta una nube de polvo que atraviesa la luz de los faros. Un guardia civil se lleva la mano a la sien para hacer el saludo protocolario. El traqueteo del motor en punto muerto pone el ruido de fondo a la escena. «¿Qué hace usted por aquí a estas horas? Ya le vimos el otro día». «¿Está prohibido montar en bicicleta?», contesta cándidamente. Como no quiere parecer borde completa su respuesta. «Busco ranas. Salen por la noche».
Casi mejor no haber dado explicaciones. «Documentación, por favor». Foscas se pone serio. «Verá, no la llevo encima. Soy biólogo, herpetólogo. O sea, un especialista en anfibios y reptiles. Estoy haciendo una tesis doctoral y necesito estudiar las especies de la zona». «Ya, ya veo», dice el sargento con desconfianza y serias dudas. «Y no hay otra hora», sugiere Foscas. «Esta es la mejor. No crea que me gusta andar por aquí de madrugada».
«Hay que llevar casco. Y un chaleco reflectante». Es Mirabete el que habla, por aportar algo. «Descuide, la próxima vez no lo olvidaré». Gerardo se porta bien. Sabe que funciona esto de hacerse el tonto. El despistado. Al final no pasa nada. Un loco. Hay muchos. Concluye la benemérita. Pero este no parece peligroso. El coche se aleja y Gerardo se queda en medio de la noche. Le quedan dos horas para llegar a casa. «Busca ranas, dice el jodío». «Hay gente pá to, mi sargento». «Ay, señor, señor, lo que hay que ver. Anda, vamos a ver si terminamos la ronda y tiramos para la Nicolasa, que va haciendo hambre».
Veinte zorros, un tejón, cuarenta y seis conejos, media docena de jabalíes, una gineta. Y una nutria.