Recorro calles y avenidas; esquinas achaflanadas. Con la disposición precavida del que no conoce el entramado urbano. Camino con el nerviosísimo del que se enfrenta a algo nuevo. Cada poco saco el mapa del bolsillo. Lo consulto. Confirmo mis coordenadas. Sigo avanzando.
Voy dejando atrás partes amables de la ciudad. Hace calor. Busco las sombras. De repente me veo entre edificios imponentes. RBA editores. Imagino que dentro hay gente que selecciona manuscritos. Yo soy un escritor en busca de una entrevista.
Me abruma la torre Agbar; muy cerca están los estudios de Radio Nacional. La noche anterior la miraba desde la lejanía. Cenábamos en una terraza maravillosa. Yo no me acababa de relajar. Miraba aquella torre iluminada. Me parecía un ser pluricelular sin alma. También con gente en su interior tomando decisiones sobre los destinos de las personas. No dejaba de mirar la torre, igual que hacía con el Stok Kangri. Voy a ir a por ti. Que lo sepas.
Por fin llego. Entro. Pregunto. Empieza la partida.
La redacción es un puto caos. Para qué nos vamos a engañar. Tampoco puede uno esperar otra cosa cuando se trata de un medio de comunicación nacional. Están los informativos. Los de Radio 4. Están los reporteros y los técnicos de sonido. Y los de Radio 3, por supuesto.
Poco a poco el ojo encuentra un orden subyacente, una serie de pautas. La redacción es una amplia sala llena de pantallas planas, sillas, bolsos, chaquetas. Timbrazos de teléfonos, teclados a pleno rendimiento, avisos de que ha llegado un wasap. Una perfecta jaula de grillos.
El rincón de Todos somos sospechosos, mi programa, el programa en el que me van a entrevistar, es la quintaesencia de esta locura. Pilas de libros que amenazan con desmoronarse. Post-it’s que recuerdan tareas, obligaciones y compromisos. Papeles al borde de un ataque de nervios. Bolis, lapiceros.
La redactora del programa consulta una reseña sobre el libro en torno al cual va a girar la entrevista, Altitud en vena. El autor, que soy yo, está por llegar; no se pone nerviosa, queda tiempo. La presentadora, la misma presentadora en persona, ha ido a recibirle. Quedan cosas por pulir de cara al programa de hoy. La guionista termina de seleccionar la música que sonará de fondo. Y la editora retoca el audio de un texto leído que, probablemente (esto hay que consultarlo con la directora del programa), pueda partir en dos la entrevista. Mientras, la becaria se afana por discernir qué libro hay que enviar a cada oyente. Además actualiza los contenidos de varias redes sociales.
Todo esto ocurre a la vez.
Entro en el estudio. Un lugar sagrado con micrófonos rojos; no sé cómo sentarme, no sé qué hacer con las manos. Ni dónde mirar. Es un poco como si te fuesen a operar. No sabes muy bien qué va a pasar.
El autor, aturdido por los acontecimientos, tarda en procesar lo que ocurre. Soba unas notas que jamás consultará. Mira a sus espaldas y ve, detrás de una mampara de cristal, a un señor con gafas que habla y no se le oye. Hay lucecitas por todas partes. Le sudan las palmas de las manos. Piensa que en cualquier momento van a hacer acto de presencia los colaboradores habituales del programa, casi elevados a la categoría de personajes de ficción: el insobornable Santiago García Tirado y su escuela de gamberrismo; Benjamín Prado, el pinchalibros; Bill Cole, el amigo americano; Cristina Garrote y sus versos; Carlos Digon, que habla de series; o Jordi Corominas, el poeta gamberro.
Va reparando en que la editora, la guionista, la redactora, la directora, la becaria y la presentadora del programa confluyen en una misma persona, Laura Gonzàlez. Y luego está Miquel, sí el de las gafas. Miquel Salvá aguantando los embates de los imprevistos, la efervescencia de Laura, la avidez de los depredadores por los mejores estudios.
«Mírame a los ojos», le dice la anestesista; digo, la presentadora del programa. «Tú tranquilo y mírame a los ojos. No pasa nada. Vamos a charlar tranquilamente». Y el embrujo te llega a sedar. Contesto preguntas, incluso me enrollo un poco. Me encuentro cómodo. Laura es una especialista, sabe cómo hacerte hablar, que creas que charlas con una amiga tomando cañas.
El resultado de toda aquella vorágine es magia. Es compañía a las tres de la mañana (o a cualquier hora desde que existen los podcast). Es un flujo ordenado y divertido de ondas. Me viene una imagen para explicar el proceso que ha tenido lugar, que sucede cuatro días por semana: Una onda con grandes oscilaciones, sin patrón reconocible. Todo eso pasa por los micros, por Laura, por la mesa de mezclas de Miquel y sale armonizado, equilibrado, con un sonido limpio. Empieza así:
‘Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena. Ingmar Bergman’.
Jaja… me alegro, J. M. Veo que la experiencia fue buena, claro que con Laura es imposible que sea de otra manera. El 80 % del programa es ella, y los demás ponemos los pompones.
Enhorabuena por tu libro, y suerte con la promoción.
liindoooo…no he estado en un estudio de radio, peor sí en una sla ade operaciones 🙂 me gusta mucho como lo cuentas y como el caos se transforma en algo que oímos tan ordenado y fluidoal otro lado…tengo que escucharte todavía! besos en tropel y gracias por ese bergman de guinda final!
Lo leo … y sonrío, y lo vuelvo a leer. Es un placer, muchas gracias por este post.
Me fascinó conocerte, por cierto.
Buenísima noticia!! Me encanta que «Altitud en vena» siga creciendo, sigo pensando que es imperdonable no encontrarlo en librerías especializadas.