En San Esteban de Pravia encontramos un lugar tranquilo, con historias que contar y buenos restaurantes. San Esteban es poco conocido. Dejó de serlo cuando se hundió la siderurgia, cuando el carbón perdió la partida con otras materias primas. San Esteban era una urbe de primer orden. Aquí llegó la segunda línea de ferrocarril de España, con el cometido impepinable de llevar el carbón desde las Cuencas Mineras hasta un puerto fiable, libre de temporales. Ese carbón era esencial para nutrir los altos hornos del País Vasco.
La ría del Nalón daba el perfil para lo que buscaban los ingenieros. Una ensenada tranquila a la que llega la vía del tren por un tendido relativamente sencillo, para lo que es esta tierra de montañas, montes, montículos y colinas. Hoy se contemplan los vestigios de lo que debió de ser una vida ajetreada. Quedan las grúas con su pico doblado. Maquinaria pesada hecha al calor del carbón que de aquí partía. Queda un remolcador que guiaba a los grandes buques hasta los cargaderos de mineral. Queda la vía del tren, vía muerta, heredada por el FEVE y que aún hoy transporta pasajeros.
Se sale de San Esteban por túneles verdes de vegetación con curvas húmedas y musgo en los pretiles y muretes que contienen los taludes. Se gana enseguida altura y a ese nivel seguimos hasta llegar al Cabo Vidio, una auténtica maravilla. La costa quebrada entre este cabo y el de Bustos destaca dentro de un litoral ya de por sí lleno de sorpresas: playas, bufones, acantilados y ensenadas.
El Cantábrico con sus anchoas lame los farallones. Conocemos la versión más amable de este mar, aunque a mí me gustaría catar su furia, como otras veces hice con Matías viajando a la Costa da Morte cuando se anunciaban temporales. O cuando pasé la noche en la Punta de la Estaca de Bares con un viento que amenazaba con tirar la tapia del cementerio, donde nos parapetamos.
La tarde engendra tonos cárdenos y naranjas que se funden con la mar. Oviñana y más pueblitos al margen de la autovía. Terrazas con paisanos que descansan del largo invierno. Se recrean con la sidra y la charla. Agradecen días de calma. El verano con toda su carga de somnolencia. Los prados verdes que terminan abruptamente en la línea de costa. Un lugar perfecto para apreciar lo que hay debajo de la hierba: capas de arcilla y rocas. La corteza terrestre elevada sobre la cota cero.
Volvemos por carreterinas desde las que vemos con cierto sobrecogimiento, e incluso admiración, los grandes viaductos de la A8. Nadie quería que mancillara prados y paisajes. Pero todo el mundo agradece que se tarde una hora a Santander. La eterna contradicción del ser humano.