Con ganas de Norte. Arriondas

Aunque este es un viaje para explorar el futuro no deja de acecharme el pasado. Asturias tantas veces visitada. Asturias en la infancia era Miajo y con ello se abre el frasco de la esencias. Miajo era el mejor amigo de mi padre. Con Miajo viajó aquí y allá y puede que ese fuese el germen de mis viajes con amigos del alma.

Miajo evoca Arriondas, donde a él, a García-Dory, le dedicaron una plaza en homenaje al ecologista pionero, al defensor de la naturaleza, de tradiciones como la rapa das bestas. Miajo evoca el campo, Paroru, Toñín y les vaques. Miajo evoca una foto de mi padre que siempre fue guiando mis pasos. Sí, mi padre envuelto en un capote, nevando, una foto en la que no se le reconoce. Una foto de alguien que se mete en lo complicado.

Blog_408En realidad es una foto hecha en Somiedo, tomada por Miajo, cuando él y mi padre, siguiendo las instrucciones del que era su profe en la facultad de Sociología, Juan Maestre, se internaron en la montaña asturiana para averiguar cómo funcionaba el sistema comunal para cuidar el ganado en invierno. De allí salió, entre otras, la historia de Vicente “el Vecindeiro”, que era el que estaba a cargo de les vaques. Miajo y mi padre dando vueltas por ahí. Como después haría yo con Matías, con Juan, con Gerardo, con Isaac. Fieles compañeros con los que explorar lugares interesantes y siempre con su toque complicado, agreste.

Yo no conocía la historia de Vicente «el Vecindeiro», ni la de Miajo, ni muchas otras que fui escuchando y absorbiendo con la edad, cuando veía la foto, de niño. Historias amenas que nos narra mi padre. Historias sobre todo de Jumilla, que ahora, en estas latitudes frescas, no vienen al caso. Pero es la evocación. Que te transporta. No conocía esas historias pero la foto, de mi padre con el capote, la nevada, hizo su papel en la formación de mis gustos. Luego fui al Himalaya, con la foto de marras grabada en alguna parte del cerebro. Siempre presente.

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Para ir de Arriondas al mar se puede atravesar El Sueve por la carreterina que sube al mirador del Fitu. De vuelta al litoral. De vuelta a La Isla, otro lugar emblemático. A La Isla llegué por primera vez en bicicleta. Con Carlos y Pasape. Allí estaba Pablo y una larga ristra de amigos que conocí con más o menos detalle. Tiempos de adolescencia tardía, donde nacían y morían amores a ritmo de espinilla. Amores de corte platónico, infructuosos. Playas de arena en los que jugar a las palas y correr hasta el horizonte. Machitos ibéricos creyéndose alguien entre las olas que nos sepultaban el ego.

Volví a La Isla con Pablo y Celia. Cada visita era un recordar el pasado y un mirar al futuro. Cada visita una delicia, hasta probar una sidrina casera y saber que estás entre amigos que nunca fallan y siempre te reciben con los brazos abiertos. Y te consienten tus extravagancias y te apoyan y te abrazan. Cada vez que vuelvo recorro los mismos sitios y descubro nuevos rincones. Lastres es un clásico. Esta vez contemplo desde el restaurante el Mirador las tejas del pueblo encaramado en el acantilado; la playa de La Griega al fondo. Se intuye La Espasa.

La tarde de palas es el reencuentro con los testigos del pasado. Con los testigos del hoy que ven nacer el futuro. Apostados en el arenal vemos correr a los niños, que se tiran al Cantábrico sin piedad. Entre las rocas que la marea baja va descubriendo medran los pulpos. Desde este lado se escuchan cosas como: “sal ya que te vas a enfriar”; “aquí tienes el bocadillo de la merienda”; “no corras que llenas todo de arena”. Desde el otro lado me imagino cosas como: “un poco más y salimos”; “¿son de Nocilla?”; “vaya rollo”.

El tiempo nos pasa por encima y el oleaje sigue deshaciendo las rocas en arena. Pero muy poco a poco. El relieve apenas se habrá desgastado cuando los hijos de los niños que vemos retozar se quejen, con los labios morados, que no estaría mal una hora más de baño.

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