Otro post de la serie ‘Respirando salitre. Historias de un buzo’. Por J.M. Valderrama & David Acuña.
No todos los mares son, ni mucho menos, como la reserva marina de La Restinga o la del Archipiélago de Chinijo, los mejores fondos de las Islas Canarias. Más bien se trataban de las raras excepciones. David se iba dando cuenta de que había graves e irreversibles daños en el fondo marino. Eran menos perceptibles que los de tierra por razones obvias: casi nadie los veía.
Después de acostumbrarse a la rara sensación de ingravidez, moviéndose en tres dimensiones y a un silencio embaucador, empezaba a ser consciente de la realidad del estado de conservación del mar. A un ritmo desbocado los mares del planeta habían perdido diversidad y biomasa, y estaban muy lejos de los paraísos submarinos que Cousteau nos había enseñado en sus documentales.
Buceando David había encontrado todo tipo de desperdicios en el fondo marino. Baterías de coche, ruedas, botellas y casi cualquier residuo sólido que uno pueda concebir. Pero si había un síntoma de degradación extendido en casi todos los lugares que había tenido la oportunidad de explorar en su Canarias natal, eran los blanquizales.
Se conocen así los fondos rocosos limpios de algas y que muestran la roca desnuda, apenas cubierta por una capa de algas coralináceas costrosas. La razón inmediata por la que se forman estos “desiertos” marinos es la excesiva proliferación de los erizos. Estos parientes de las estrellas y pepinos de mar disponen de un temible aparato bucal conocido pomposamente como la linterna de Aristóteles, que les posibilita raspar la roca y alimentarse del más mínimo propágulo de alga que intente asentarse sobre ella. Los erizos, a pesar de su aspecto primitivo, son capaces de actuar conjuntamente a modo de ejército, disponiendo un frente de avance formado por los individuos más grandes. Sin embargo, la pregunta es ¿y por qué hay tantos erizos? En general, en cualquier ecosistema, cuando con el tiempo una especie se vuelve muy abundante es que algo va mal. La nota predominante de una naturaleza sana es el equilibrio. En una naturaleza en buen estado de salud, cualquier perturbación es absorbida por el engranaje de relaciones tróficas que un ecosistema en orden pone en funcionamiento ante cualquier anomalía.
El ser humano ha sido capaz de desquiciar incluso este tipo de auto-regulaciones, tanto en tierra como mar adentro. Los erizos normalmente ocupan las grietas y solo de noche se aventuran a salir de sus escondrijos para alimentarse. Cuando hay tantos y tan libremente expuestos por todo el fondo, es síntoma claro de escasez de depredadores. Los erizos campan a sus anchas y se alimentan y reproducen hasta ocupar todo el espacio disponible, creando verdaderos desiertos como denota la roca blanca y casi inerte. La falta de algas, importante fuente de alimento y refugio para muchas especies, degenera en unos fondos pobres en biodiversidad y en abundancia de especies marinas.
En efecto, los mares en los que buceaba David mostraban muchos signos de agotamiento. Además de los blanquizales otra de las diferencias con los santuarios que había visto en aquellos documentales de su infancia era el tamaño de los peces. Era difícil encontrar ejemplares, de cualquier especie, que diesen la talla. La sobrepesca estaba detrás de esta triste realidad. Y no sólo a nivel local. Se estima que tres cuartas partes de los stocks pesqueros mundiales se encuentran sobreexplotados o han sido diezmados de modo irreversible. Auténticas armas de destrucción masiva, como la pesca de arrastre, han minado la “infinita” capacidad productiva del mar.
Imaginen que para alimentarse cazando conejos en un bosque utilizan docenas de tractores que van arrasando día tras día con todo tipo de vida que encuentran a su paso, dejando un paisaje completamente yermo y desolado. Imaginen que, de todo lo que arrastran los tractores (árboles, setas, arbustos, flores y cualquier ser vivo que encuentre a su paso), seleccionamos conejos de determinado peso y tiramos a la basura todo lo demás, incluyendo los conejos más pequeños.
Piensen qué pasaría si, en vez de tractores, van al mar y usan flotas inmensas de barcos que arrastran constantemente, día y noche, redes de más de 5 toneladas de peso y con una boca del tamaño de un campo de fútbol. Barcos que peinan incesantemente cualquier superficie mínimamente plana del fondo oceánico que se encuentre entre los 0 y 2.000 metros de profundidad. Eso es la pesca de arrastre, donde el porcentaje de capturas incidentales que se tira por la borda puede llegar hasta el 90%. El culmen del disparate en el que se ha convertido la explotación pesquera de nuestros océanos.
Cualquier pez que no tenga valor comercial, de cualquier tamaño, se devuelve al mar, pero muerto. Se acaba así con ejemplares en edad reproductiva, sesgando las poblaciones hacia especies únicamente comerciales y desequilibrando los ecosistemas, con consecuencias como las que contábamos al principio como es la invasión de erizos.
Infografía de la pesca de arrastre por Don Foley.
Resulta extremadamente complejo luchar contra la esquilmación del mar. La presión del mercado, de los consumidores, con una demanda creciente de pescado barato, lleva al incumplimiento continuo de unas regulaciones que resultan obvias sobre el papel, pero que no se toleran cuando en la lonja no hay anchoas, bocartes, atún rojo o gamba de garrucha. Total, por una más, qué más da, si nadie ve lo que está pasando.
Cada período de descanso que se le ha dado al mar ha desatado polémicas que dan alas a la pesca furtiva y se empeñan en señalar a los ecologistas como los culpables de que no haya merluza de pincho en las pescaderías. La razón, exclusivamente, es que la flota pesquera ha crecido exponencialmente, que los medios para detectar bancos de peces son infalibles, y que se sigue tirando devuelta al mar (y ya muerta) una buena parte de la captura.
Es una pena no utilizar la tecnología de la que disponemos para ser más eficaces y selectivos, amén del problema de fondo de la humanidad, más allá de los mares: la codicia.
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