Egregio Yangtsé

Una enorme barcaza empuja las pastosas aguas del Yangtsé. Solitaria y anónima, su avance llama la atención del viajero. Imagina su navegación impertérrita, cansina, hastiada de soportar tantas mercancías, tantos atraques, tanto soltar amarras y negociar en un idioma extraño la carga de sus bodegas. Imagina cómo los estibadores se despliegan coordinadamente y sólo con gestos, sin gastar palabras, cargan y descargan la barcaza a través de tablones untados de barro que unen la cubierta con muelles de mil puertos fluviales. Meten y sacan sacos de arroz, garrafas de aceite de mostaza, quintales de sésamo y lingotes de té verde prensado.

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La barcaza va despachando toneladas de sedimentos de limo bajo su cubierta y finalmente desaparece bajo el puente en el que me he instalado de vigía. El primero que conectó las dos orillas, construido en la época de Mao. Después vendrían muchos más, haciendo de las tres poblaciones originales que separaban la confluencia del Yangtsé y el Han, un conglomerado urbano que sigue creciendo como un tumor: Wuhan, una especie de Seseña a lo bestia.

La luz sucia que filtra la calima me hace guiñar los ojos. He olvidado las gafas de sol en el hotel. A cambio me traje el paraguas. El monzón es muy traicionero. La vista se pierde, se difuminan las orillas. Sudo como un pollo.

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De repente el encargo de ir a China. Un congreso. ¿Pero qué diablos se me ha perdido a mí en China? Hacer una presentación. Y para ello una montaña de trámites cuyo primer e ineludible escollo es el pasaporte caducado que encontré abandonado en una caja de tabaco de pipa. Cajas primorosas, elegantes, que uno conserva para guardar monedas y billetes que te sobran de otros viajes al extranjero. O piedras que encontraste en la playa y te enamoraste de su pulido. Allí estaba el pasaporte, olvidado, caducado como los yogures.

Con la visita a la policía empieza una serie de escollos previsibles que siempre se presentan con las rémoras de los imprevistos adosadas a sus lomos. Solo cuando descargué mi escueto equipaje, sobre una de las camas de la habitación doble de la planta quince del hotel de aquella calurosa ciudad supe que, de alguna manera, todas aquellas transacciones electrónicas y cruces de información dieron en la diana adecuada. Claro, que todo estuvo a punto de irse a pique por aquel taxista suicida que me llevaba del aeropuerto al hotel ignorando todas las normas de circulación.

Muy ingenuamente le pedí el tique de la carrera, por eso de tener un justificante para que me devolviesen la pasta. La mirada de besugo de aquel kamikaze hizo que me rindiese al tercer intento, cuando de la guantera sacó unos papeles que vaya usted a saber lo que eran y me los ofreció, con la esperanza de que aquel androide que yo era para él, se calmase, pues parecía obsesionado con los papelitos. Estoy vivo, me dije, estoy en China, y tengo que volver, sigamos sobreviviendo. Gasto no reembolsable diría el gerente meses después, tras un infructuoso tira y afloja. ¿Cómo justifico yo eso ante una inspección? No pasa nada, yo pago, cualquier cosa por la ciencia, hasta mis ahorros.

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El desayuno es la primera muestra de que la gastronomía es un pilar importante en la sociedad china. Se come mucho. Y se come bien. Las comidas parecen vertebrar la vida de los chinos, en eso se parecen a la cultura mediterránea. Busco una mesa apartada. Escribo mis impresiones. Miro la ciudad. El trajín. Trato de poner en orden las ideas que tengo que presentar. Actúo en unas horas.

Tuve la tentación de informarme sobre mi destino. Un lugar llamado Wuhan. ¿Wu-qué? La inquisición era automática cada vez que pronunciaba mi destino para satisfacer la curiosidad de los que me preguntaban. La misma reacción que yo tuve al escucharlo por primera vez. ¿Wu-qué? Wuhan, Wuhan. Ua ciudad media de China, de diez millones de habitantes, que se hacinan en rascacielos inmensos que no paran de construir. Una ciudad que parece un termitero. Una de las más calurosas de China, a la que a nadie en su sano juicio se le ocurre ir de turismo. Wuhan, con una universidad famosa, si estás allí y preguntas en esferas académicas y te dan ese dato. Porque eso en la Wikipedia no lo pone. Wuhan capital de Hubei, esto sí lo pone. Necesitaba el dato para solicitar el visado a China (otros doscientos euros que hay que adelantar y ya si eso…).

Wuhan, territorio fácilmente anegable, como comprobé en las noticias poco antes de salir. Y allí pude corroborar. Tormentas monzónicas que con su resplandor iluminan la habitación excesiva. Demasiado espacio para la soledad que uno lleva adosada en estos pálidos congresos internacionales. El furor de la lluvia me debería encoger el alma en esa situación de desamparo, solo, en una ciudad extraña, con el único propósito de coger el avión de vuelta. Pero es más poderosa la admiración por los elementos naturales. Me desvelo y escucho los espeluznantes truenos que suceden a los fogonazos. Me duermo arrullado por el aguacero, que desbordará ríos y lagos.

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All big in China, insisten mis colegas chinos. Cada vez que entramos en un restaurante. Cada que tomamos un taxi y nos apabullan los rascacielos que crecen al borde de las autovías, anchas avenidas que articulan la megápolis. Cada vez que esperamos a los ascensores, que no cesan en sus recorridos verticales entre el hall y la planta veinte. All big in China.

Poco a poco me sacudo el rigor mortis que me tiene atenazado. Demasiadas precauciones, demasiado estar pendiente de las puertas de embarque, poner cara de muermo para fingir interés sobre temas tan variados como insulsos. Me sobrepongo a los cielos color ceniza. Al calor aplastante.

La segunda noche cenamos en el reservado de un restaurante. No somos clientes exclusivos, es una práctica común. Mesas redondas con bandejas circulares enormes a las que van llegando fuentes llenas de comida deliciosa. La bandeja giratoria hace que los platos desfilen ante los comensales, que con los palillos van probando de todo un poco. Cada vez que se quiere beber, hay que brindar. ¡Campei! Y vuelta a la noria.Blog_520

Me parecen muy oportunos unos callos a la “wuhanesca”. Picantes, gorgotean en la olla de cerámica. Un camarero vierte huevo líquido sobre unos cantos rodados hervientes. Delante de nuestros ojos queda hecha la tortilla. Flor de loto, algas. Pato laqueado. Me llevo a la boca, con la habilidad ganada tras varios días de prueba, un pedacito que resulta ser la cabeza del pato. De cerca me parece la de una ardilla. Me la meto en la boca. Le han cortado el pico. Le han arrancado todas las plumas. Roo las carrilladas. Come y calla, me digo.

Llega a la mesa lo que parece ser la joya de la corona. Un enorme plato con un pescado cortado en rodajas, primorosamente colocado, siguiendo el perímetro de la circunferencia. En el centro la cabeza, con la boca abierta, el gesto trágico de la última amenaza del pez. Parece una ofenda, un canto a la supremacía del hombre pescador sobre las fieras que habitan las profundidades del Yangtsé. El agasajado, es decir, yo, tiene que ser el primero en comerse un trozo del pez. Pues nada, ¡Campei!

Proclive a la evocación, contemplando el Yangtsé desde el puente de Mao, recuerdo las clases de Geografía y aquellos mapamundi que había que rellenar con los lugares más emblemáticos del mundo. La península de Kamchatka. Los Andes. El Himalaya. El Nilo. Lugares que forman parte de una cultura general mínima; lugares con los que soñaba. Tengo la suerte de seguir tachando nombres de esa lista. Ahora cayó el Yangtsé, que no es el Huang He, (río Amarillo).A los europeos nos puede fascinar el nombre, pero tampoco creas tú que le han dado muchas vueltas; es como si aquí llamamos a un bar Pepe. En efecto, literalmente Yangtsé significa “río largo”; la razón: es el más largo de Asia y a nivel mundial hace podio con el bronce.

En Wuhan no es posible contemplar su mejor versión, desde luego. Los más de seis mil kilómetros que hay entre las mesetas tibetanas, donde nace, y el mar de la China Oriental, donde desagua, se van degradando progresivamente hasta llegar a esta masa de agua achocolatada llena de detritos y pesticidas. Si me dan a elegir yo quisiera verlo en Qinghai, en el glaciar que da lugar al Tuotuo, la que se considera la fuente más lejana del Yangtsé. Así sí.

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De las aguas puras de montaña no queda rastro. Los espacios naturales sin tocar son una rareza en una civilización milenaria como esta, voraz y superpoblada. Los chinos inventaron la pólvora, los fuegos artificiales. Son estridentes, les gusta el colorido, los neones. Partidarios de la exageración ahora levantan rascacielos con una facilidad pasmosa. Túneles que van atraviesan los lagos. Puentes, autovías. Es inevitable que la ciudad adquiera un aspecto de colmena. Estructuras que se repiten, una junto a otra. Todavía conviven con el hormigón y el cemento, sin embargo, estampas de otra época, rurales: la ropa tendida en los balcones para que se seque.

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Wuhan es un buen exponente de la desmedida ambición china. Los restos del comunismo, en forma de comandos, reglas y control exigen crecer económicamente más que nadie, sin reparar en cuestiones incómodas como el medioambiente o la desigualdad social o los derechos laborales. Es el obsoleto uso de consignas al servicio de aspiraciones neoliberales. No se puede consultar Gmail, pero están obnubilados por los centros comerciales al estilo occidental llenos de marcas europeas.

De vuelta a casa me parece un chiste preocuparme por separar la basura y llevar a cada contenedor lo que corresponde. Después de ver lo que caga fuera de la taza, cada día, una ciudad cualquiera como Wuhan, en forma de envases, plásticos, combustible y también mierda, parece ridículo ir con tus cuatro botes a un punto limpio. Definitivamente en Europa tenemos otros órdenes de magnitud. El mundo se desmadró y quedamos arrinconados. El balance de la experiencia, como no puede ser de otra manera, es positivo. Siempre está bien airearse, salir de la manida zona de confort. Ver mundo, aunque sea urbano; ir a congresos, aunque sean insípidos; ser capaz, aunque sea, de ir y volver.

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