Granada & Humboldt

El tren, despiadadamente lento, serpentea entre las formaciones acarcavadas del desierto de Tabernas. Cuando los temporales tienen a bien instalarse en esta parte del país, el paisaje, decolorado por el sol, adquiere matices insospechados. Llueve y la escorrentía se afana por profundizar los rasgos de un paisaje que parece sumamente deleznable.

La revisión oftalmológica ha ido a caer en un día gris de noviembre. Una de esas jornadas desapacibles que fomentan el consumo de unas buenas migas alrededor de una lumbre y echan por tierra el concepto que los turistas tienen de la provincia. En Almería también puede hacer un frío del carajo.

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La angustiosa trinchera por la que progresa el convoy de la Renfe desemboca en un  altiplano áspero, donde se rodaron las escenas siberianas de Doctor Zhivago. Parada en Guadix. No se sube nadie. No baja nadie. Los vagones prácticamente vacíos. Una sensación de desamparo quiere invadir al viajero.

Para combatir las horas de introspección, el viajero viene acompañado de un libro titulado La invención de la Naturaleza, una biografía sobre Humboldt escrita por Andrea Wulf. Tenía ganas, desde hace años, de saber más sobre la figura del naturalista total.

blog_550Los libros de papel, su tacto, su peso, no consiguen desbancar a los primorosos dispositivos electrónicos. Pasa las páginas mientras el paisaje discurre a través de las ventanas. Fuera hace frío y la Sierra está envuelta en nubes, los barbechos empapados. Puede que caiga una buena morterada de nieve, suspira el viajero con ilusión.

Humboldt es una especie de Leonardo da Vinci. En puertas de la superespecialización del conocimiento, el sabio prusiano abogaba por la multidisciplinaridad y el enfoque holístico. La primacía del conjunto por encima de sus partes. Aunque Humboldt no deja cabos sueltos. Todo lo quiere escudriñar.

Su formación geológica, como ingeniero de minas, se amplía con sus intereses botánicos. Pero no deja de lado los aspectos sociales y culturales. No en vano es autor de libros como Ensayo político sobre el Reino de Nueva España, donde se habla de geopolítica, pero también del medioambiente. Humboldt es la transversalidad. El naturalista que no se detiene ante nada. Ni escollos burocráticos ni obstáculos físicos. Devora leguas cargado con todo tipo de instrumentos. Mide y anota. Junta datos. Desea comparar todo y busca leyes generales, exportables a todos los continentes.

Es el primero en advertir sobre el menoscabo que el desarrollo produce en los recursos naturales. El primero en alertar que pagaremos las consecuencias por el uso abusivo de la naturaleza, finalmente nuestra casa, por más que nos aislemos de ella o la queramos transformar. Al fin y al cabo, por muy alérgico que uno sea al campo, respiramos aire y bebemos agua. Más vale no cagarse en las fuentes de algo tan vital (esto, así de literal, no lo dijo Humboldt).

El mal tiempo cancela los ambiciosos planes del viajero. Tenía pensado caminar de la estación hasta Plaza Nueva. Seguir por la acera del Darro, cruzar el río y subir a la Alhambra. Por sus jardines haría tiempo hasta su cita con el oftalmólogo. Admiraría el palacio de Carlos V ─su almohadillada fachada debe de estar empapada─ y se dejaría caer al Realejo.

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A cambio camina por la avenida de la Constitución y los borbotones de calidez y olor a café que salen de cafeterías y pastelerías le incitan a buscarse un refugio donde proseguir con su lectura. Pasa bajo el Arco de Elvira. Las gentes replegadas ante la persistente lluvia. Ha llamado a algún amigo que le ha respondido con voz de lunes o de martes. De trabajo y obligaciones. Palpar el tono de una ciudad en un día cualquiera, a destiempo, da una idea más ajustada de su realidad. Suele quedar lejos de esa percepción distorsionada de las tardes-noches de vinos y risas. Los zapatos húmedos le hacen desistir de su paseo. En Bib Rambla hay una cafetería con mesas de madera y un gran ventanal. Un lugar perfecto para seguir con Humboldt.

Lo que le gusta del libro es, precisamente, la visión humboltdiana, cenital, de la autora. No ha olvidado dar el contexto histórico a la vida y obra del naturalista. Personajes como Napoleón, Simón Bolívar, Goethe o Darwin potencian las historias que entremezcla Wulf. Además permite entender mucho mejor por qué ocurren las cosas. Así, por ejemplo, ir de un lado para otro no era sencillo en aquella época de intereses comerciales cruzados. Como a Colón, es la corona española quien le brinda a Humboldt la oportunidad de conocer el Nuevo Mundo. Eso sí, le dijo Carlos IV, el viaje te lo pagas tú.

Humboldt tenía pasta de familia. Rondaba por la corte de Federico Guillermo III. Se fundió los ahorros a base de expediciones y de empeñarse en autoeditarse los libros, con primorosos dibujos y grabados. Al viajero le suena vagamente esa historia.

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Leer un buen libro, en un día desapacible y a cubierto, es un placer de dioses. Pero el paraíso también tiene sus límites. El viajero se pone el abrigo, decidido a cumplir con su cometido. Que el oftalmólogo, amigo suyo, le vea el fondo del ojo, con el que lee. Prendado de las andanzas de Humboldt camina ligero. Junglas y volcanes en su juventud. Después pasó muchos años en Europa, frustrado, como un león enjaulado. Aprovechó para llevar una labor divulgativa muy ambiciosa. Daba conferencias para todos los públicos. Todo el mundo tenía que saber de las maravillas de la naturaleza. Apreciarla para poder salvaguardarla. Mientras, mendigaba un permiso a la corona británica para ver el Himalaya. Jamás lo consiguió, pero los rusos le dejaron acceder a Siberia y las estribaciones del Altái, ya cerca de Mongolia y China. Allí disfrutó de lo lindo; estaba en su salsa, dando bandazos y apuntando datos en sus libretillas. Fue como un anticipo de Miguel Strogoff.

El viajero, que también ha subido montañas y sufrido por las selvas, cargado con mochilas y llevando colgado del cuello prismáticos y cámaras fotográficas, admira y valora la pasión y el férreo ejercicio de voluntad que supone pararse cada poco para tomar muestras y anotar datos. Mientras el frío te atiere o los mosquitos te devoran.

El detalle de llevar un cianómetro para medir la intensidad del azul del cielo, en su ascensión al Chimborazo ─por entonces considerada la montaña más alta de la Tierra─ le parece tan poético y sublime que no puede estar más de acuerdo con esta frase de la autora: “había registrado sus respuestas emocionales a la naturaleza, además de proporcionar datos científicos e información”.

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La vuelta a casa es en un tren aún más vacío. Atraviesa la noche y los campos helados. Apura las últimas páginas del libro que le ha acompañado por su periplo granadino. Los últimos capítulos analizan el impacto de la obra de Humboldt sobre otros científicos o personalidades relevantes. De entre ellas al viajero le llama la atención el encuentro con Darwin. Es como si dos gigantes se pasasen el relevo en una carrera sobre el conocimiento.

El viajero, desaliñado y cansado de tanto trasiego, de pasar el día vagabundeando, con los zapatos todavía húmedos, ya solo tiene fuerzas para ver las láminas que acompañan al libro. Un Humboldt rodeado de libros, tras tantas caminatas, de vuelta a su odiado Berlín. El reposo, entre tanto conocimiento, puede que sea el resumen del mejor final posible a una vida exprimida al máximo.

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