Un trío mal avenido

Llevaba detrás de ‘La España vacía’ de Sergio del Molino mucho tiempo. Desde que leí el argumento de este ensayo, la distancia sideral entre el campo y la ciudad, quise hincarle el diente. Los Reyes Magos me lo regalaron y pude unirme a la corriente que opina que es un libro muy bien escrito y que aporta puntos de vista interesantes que aclaran las razones del gran vacío en el que flotan las urbes modernas. Como resume acertadamente la contraportada: ‘Esa España interior del Quijote, la que divisamos desde la autovía, la de los pueblos que para algunos son la feliz aldea de los veranos infantiles y para otros el paisaje de la leyenda negra, es la España vacía de este ensayo’.

El segundo par de fuerzas que me permite hablar de trío lo aporta un proyecto de investigación fallido. Su instigador, Juan Puigdefábregas, tardó casi dos años en dar forma a un documento que finalmente no fue aceptado. Sin embargo, el camino nos sirvió para pensar sobre aspectos más filosóficos que técnicos y que, creemos, deberían fundamentar las actuaciones ambientales que el Mundo Urbano fabrica para mantener con vida el mundo rural y la naturaleza que aún nos queda.

Así, el trío al que me refiero está compuesto por las ciudades, el medio rural y la naturaleza. Lo que me propongo es esbozar las relaciones entre estos tres elementos, tomando las ideas que se exponen en ‘La España vacía’, el proyecto denegado (bautizado como Surikate) más unas cuantas reflexiones propias. La figura resume estas interrelaciones:

CIUDAD vs NATURALEZA

El postulado central del proyecto Surikate es que las políticas ambientales las diseña una sociedad que ha perdido completamente el vínculo con la naturaleza, que la observa con mucha distancia desde la altura de los edificios de hormigón. Cuando el ser humano vivía como uno más en el medio, su relación con la ‘Madre Naturaleza’ era de carácter empático y los recursos se tomaban como regalos. Era una visión del mundo parecida a los habitantes de ese lejano planeta que el ser humano trata de conquistar en la película Avatar.

El tránsito hacia una visión más utilitarista transformó la relación emocional con la Naturaleza en simpática, dejando de lado la adoración por las criaturas de la naturaleza, los ríos y las montañas, que poco a poco se fueron convirtiendo en molestias y obstáculos; algo que había que dominar y sacarle partido.

Rehacer el vínculo del pasado, el del paleolítico, puede ser la clave para diseñar políticas efectivas que nos permitan vivir en armonía con nuestro entorno y no destrozarlo. Lo que ahora se hace no parece lo más adecuado, aunque sus buenas intenciones sean indiscutibles. El sentimiento de culpa, parece guiar las soluciones más radicales, que pasan por pretender la restauración del Edén. Se realizan grandes esfuerzos por preservar los iconos que aún nos quedan. Ballenas, linces, osos polares y osos panda son objetos de simplificación y santificación. Son otro síntoma más de la banalización de una sociedad cada vez más infantil en sus planteamientos. Dedicar todos los esfuerzos a los emblemas no resulta muy efectivo.

Los ecólogos saben bien que el ecosistema es mucho más que esas especies que están en las cumbres de las pirámides tróficas. Hay que conservar todo lo que está por debajo, y entonces lo de arriba estará bien. Y es así donde surgen posiciones más radicales, las de los ecologistas (ecololós los llama con cierta sorna Martín Caparrós): quitar a los humanos de en medio para restituir el esplendoroso pasado natural. Y todo esto se dice con una conexión a internet, la comodidad de tener agua caliente y un servicio de recogida de basuras, ignorando las consecuencias reales de que la Naturaleza, despiadada y cruel, reclame sus territorios.

La contrapartida a esta visión es el desarrollismo propuesto por las tribus urbanas. Aquellos que imaginan que la leche sale (cómo iba a ser de otra forma) de los tetrabriks y que miran, todo lo que no sea tejido urbano, como algo improductivo y molesto cuyo único fin es que sea asfaltado.

En las ciudades conviven estas dos visiones, lo molesto y la utopía, y ninguna de ellas parece proponer algo auténticamente sostenible. Los primeros porque pretenden que solo prevalezca lo humano. Los segundos porque quieren erradicar todo lo que sea humano.

NATURALEZA vs MEDIO RURAL

Esa concepción de que la naturaleza es algo incómodo y desagradable está más asentada en el mundo rural, que al fin y al cabo es la primera línea “de defensa” frente a la confusión y el caos que trae “lo salvaje”.

En Bahía Negra, una pequeña aldea que sobrevivía al borde del inmenso río Paraguay y resistía los embates del voraz Chaco, pude vivir de primera mano el choque entre el mundo rural y la naturaleza en su versión más cruda. Yo era un imberbe voluntario de una ONG cuya misión era evangelizar ambientalmente aquellas duras tierras (todo esto y mucho más se desarrolla en el libro Aquí Bahía). La cuestión planteada por un jornalero que volvía de la selva, tras “tumbar” cientos de hectáreas con su tractor “cadenas”[1], a zona más o menos civilizada, a inflarse de cerveza y recuperar fuerzas, ponía de manifiesto la distancia tan grande que hay muchas veces entre teoría y práctica. El tipo, de rostro feroz y mirada retadora, me planteó, sabiendo mis inclinaciones y las lecciones que propugnaba, la siguiente cuestión: ¿para qué sirven los mosquitos?

Mis argumentos fueron muy poco convincentes. Eso del equilibrio ecológico parecía una inmensa chorrada ante las miles de picaduras que tenía aquel barbudo, pertrechado con un machete de grandes dimensiones y una cara de pocos amigos. En Europa, decía, no teníamos mosquitos ni otras incomodidades, y así era fácil hablar. Es cierto, aquí llevamos cientos de años domesticando la naturaleza, dándole caña sin parar, desecando molestas lagunas que eran fuente de mosquitos y paludismo. Desde la zona cero, una pequeña aldea que malvivía ante los embates del Paraguay o del Chaco, la naturaleza era una mierda que había que erradicar.

En realidad es desde el campo, desde donde se tiene una mejor idea de qué es la naturaleza. Para lo bueno y para lo malo. Es aquí donde se sufren los ataques de los lobos. Y es aquí donde se puede apreciar el aire puro y fresco. Es aquí donde se aguantan las consecuencias de los avatares de la naturaleza, en forma de pérdida de cosechas, y también es aquí donde se puede entender que la leche viene de las vacas y que las vacas comen pastos que crecen con el agua que acumulan las montañas.

El campo es la palabra designada para definir ese territorio en donde el domino es más bien humano, por más que haya otras criaturas que se empeñen en sobrevivir a pesticidas, cepos y demás perrerías. El campo es casi un jardín. Algunos agricultores se empeñan en hacer de sus campos lugares más limpios que el suelo de la cocina. No permiten que una mínima brizna de hierba aparezca en su visual. Si es así se pasa otra vez el arado. Y después se fumiga con dosis diez veces más altas de las recomendadas por el fabricante. Total, ese que hace el bote ¿qué sabrá de la tenacidad de las ‘malas’ hierbas?

El monte, en cambio, sirve para hablar de lugares más feroces y oscuros, reservados a la fauna silvestre. La aspiración es ir apaciguando y sometiendo a estas zonas que están fuera de control. Desterrar a los lobos para siempre. No permitir que los ríos ‘tiren’ su agua al mar. Sembrar especies cinegéticas que permitan echar un sábado agradable a base de tiros.

Esas son algunas concepciones que se tienen del monte en el campo. Otras saben apreciar los tempos de la naturaleza, aguantan sus inclemencias y saborean sus explosiones de vitalidad.

MEDIO RURAL vs CIUDAD

‘La España vacía’ es un libro perfecto para entender los conflictos que rigen esta relación. Podemos destacar tres formas de abordar este vínculo.

Buena parte de los que viven en las ciudades vienen del campo. Abandonaron el medio rural por falta de oportunidades, por exceso de heladas, sequías, pedrisco. Porque pasaban hambre. En la ciudad encontraron un medio de vida digno. Prosperaron, su vida fue una sucesión de esfuerzos y logros que confirmaron la supremacía de lo urbano frente a lo rural. Desde esa posición, ganada a base de un trabajo duro y firme, el campo se ve como un lugar que encierra malos recuerdos, aunque con ciertas dosis de nostalgia.

Que el campo es un lugar duro, en el que hay que bregar y además tener suerte, lo puede corroborar el hecho de que en los países en vías de desarrollo el éxodo rural que ahora está en marcha (en Europa lo vivimos hace más de medio siglo) prefiere vivir hacinado en chabolas que volver a cultivar la ingrata tierra.

Los neorurales, por su parte, opinan todo lo contrario. Se les puede tachar de idealistas, de que persiguen utopías difícilmente realizables, como revivir aldeas perdidas, pero su coherencia no está en duda. Así como hay muchos habitantes de las ciudades que promulgan todo tipo de hábitos ‘naturales’ los neorurales lo llevan a la práctica largándose de la ciudad.

Esta vuelta al campo no es sencilla. Convivir con las restricciones del mundo rural (aunque sean mucho menores que hace 20 años) no es fácil y el aislamiento, por más que provea silencio y tranquilidad, puede ser un obstáculo psicológico insuperable. Tras un tiempo en el medio rural pueden llegar a comprender por qué sus padres emigraron a la ciudad.

Los neorurales, además, se encuentran en ocasiones con que el vecindario no es tan amable como esperaban. Lo que pasó en Fago, en el Pirineo oscense, es un exponente del difícil acoplamiento entre unas comunidades rurales que languidecen y unos forasteros que llegan cargados de nuevas ideas para resucitar un mundo viejuno.

Un tercer grupo de personas ven el mundo rural como un lugar embrutecido. Hacen campaña para dar un hogar a los galgos que los cazadores ahorcan cuando no dan un rendimiento adecuado. Les cuesta creer que existan cazadores que amen la naturaleza, que la conozcan más que ellos, es como un contrasentido. No leyeron a Miguel Delibes. Idealizan un espacio que desconocen. Les gusta el campo, pero sin sus moradores. Desconocen las reglas que rigen el funcionamiento de los pueblos y su entorno, pero puede que tengan que ver en el diseño de las políticas ambientales que condicionaran la vida de esas gentes.

Consideran a los habitantes de los pueblos pueblerinos. Ignorantes asilvestrados. Sin embargo, los pobladores del medio rural son los que de verdad conocen la naturaleza de las cosas. Saben cuándo se puede ir a espárragos o a setas. Saben cómo se desolla un animal, cómo sacar el ternero de una vaca. Apañan lechugas y crían gallinas. Pueden autoabastecerse. Viven en un mundo más real y palpable. Saben orientarse. Acumulan una sabiduría milenaria.

Desde la ciudad el campo se ve, por algunos, como un nido de vagos que se dedican a cobrar subvenciones y pasar la tarde en el bar a base de carajillos y dominós.

Desde el campo a la ciudad se la puede ver como un manojo de oportunidades. Pero domina una visión mucho más agria: la ciudad es un nido de perversión. Sí, ese es un argumento muy vivo. El que está detrás de la clara división entre conservadores y liberales. Lo que hizo que Trump ganase las elecciones.

Sergio del Molino ofrece un párrafo que sintetiza esta noción del mundo urbano muy bien. Lo hace utilizando a los carlistas, que tenían una posición conservadora del mismo corte que los votantes rurales del interior estadounidense: ‘Los ideólogos del carlismo buceaban en la Biblia como rabinos aplicados para justificar la superioridad [moral] del campo sobre la ciudad. Es fácil encontrar en los textos sagrados del cristianismo y el judaísmo alabanzas a los campesinos y denuestos a los habitantes de las ciudades, fuentes de pecado y decadencia y olvido del culto a Dios’.

Siempre resulta complicado predecir hacia donde irán las cosas. En realidad no es que sea complicado, es que es imposible. De ahí la prevalencia de los denominados Cisnes negros, esos sucesos inesperados de gran magnitud y consecuencias que juegan un papel dominante en la historia.

En cualquier caso, y por especular sobre la tendencia de este trío, parece que la población seguirá aumentando y que cada vez se concentrará más en las ciudades, dejando enormes extensiones vacías. En 2007 se dio un hito en la historia de la humanidad: por primera vez vivía más gente en las ciudades que en el campo. Esta polarización demográfica va a más, y llega acompañada de unos malos hábitos de consumo, pues la demanda de proteína animal no hace sino aumentar.

Para dar de comer a toda esta gente se requieren enormes extensiones de cultivo. Por ilustrar esta idea diremos que producir 1 kg de carne requiere 15 kg de maíz. Es decir, que si comiésemos menos carne y más cereales y legumbres no haría falta cultivar tanto terreno. Sin embargo, la tecnología ha ayudado a solventar este problemilla, y a base de desnaturalizar el campo y sus alrededores ya solo necesita 0,22 ha para alimentar a una persona, mucho menos que las 0,45 que se requerían en 1960.

Es decir, que esta deriva va deglutiendo espacios naturales y convirtiendo el mundo agrícola en una especie de fábricas cada vez más tecnificadas. El trío, en este escenario, quedaría reducido a un solo componente, la megápolis.

¿Puede revertirse esta tendencia?

Parece complicado. El retorno al campo tal y como se plantea en estos momentos no parece tener mucho éxito. En mi opinión lo que sucede es que se pretende vivir en el campo como en la ciudad, pero con un cambio de paisaje. Es decir, tener las mismas comodidades pero sin gente alrededor.

La recuperación del vínculo empático con la naturaleza, esa que sugiere el Surikate, no pasa por preguntar, cada vez que uno se aleja de la ciudad, si hay conexión wifi. El cambio ha de darse en los valores. Estar a gusto en un mundo más sencillo, menos consumista; con tres velocidades menos. Dejando su lugar a lo improductivo (a lo económicamente improducitvo) y a cosas como la contemplación.

Suena a utopía. O a cisne negro. Veremos si el trío puede conciliarse.

[1] Se tensa una enorme cadena entre dos tractores que avanzan despacio pero sin pausa arrasando con esa inmensa hoz cualquier cosa que supere el medio metro de altura

3 comentarios sobre “Un trío mal avenido”

  1. Un libro que acaba de salir hace poco tiempo es «La destrucción de la ciudad. El mundo urbano en la culminación de los tiempos modernos» de Juan Manuel Agulles. Aunque no comparto algunas de sus afirmaciones (hay algo de catastrofismo y apocalipsis en el libro que no funciona conmigo), tiene algunos puntos de vista interesantes, sobre todo los relacionados con la arquitectura.

  2. Sobre llas relaciones actuales entre hombre y naturaleza recomiendo el ensayo «El jardín de Babilonia», de Bernard Charbonneau. En el se indaga en muchas aspectos pero interesa especialmente la visión actual que desde las ciudades tenemos de esa naturaleza y cómo hemos ido inventando un mito en torno a ella según la hemos ido destruyendo. Sobre el tema de la despoblación recomiendo vivamente el libro «Los Últimos», voces de la Laponia Española, del joven periodista Paco Cerdá y publicado por Pepitas de Calabaza. Ya va por la segunda edición un libro maravilloso. Escrito casi al tiempo que La España Vacía, es un curioso libro de viajes en el que se analiza el onírico pero terriblemente real escenario de la despoblación en una inmensa región del interior peninsular bautizada por el profesor Francisco Murillo como Serranía Celtibérica y que incluye buena parte del oriente de Castilla y León, parte de la Rioja, gran parte de Aragón, el norte de Castilla la Mancha y las sierras interiores de Castellón y Valencia. En él se hace un recorrido literario-periodístico por cada uno de sus escenarios hablando con sus último moradores: el pastor, el jubilado, el emigrante retornado, el prior de Silos, los neorrurales…Muy bien escrito. Mezcla de periodismo y ensayo, de sentimiento, de poesía y de ternura…Magistral.

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