En mis idas y venidas al Cabo me topo con bicicletas. El terreno les es propicio. La llanura durmiente que dulcemente se prolonga en un mar generalmente amigable no ofrece dificultades y además regala un paisaje hermoso.
Conduzco escuchando música. Inevitablemente se suceden los pensamientos y alguno de ellos me acaba por envolver. El que me atrapa en esta ocasión evidencia que el ingeniero cuadriculado o el compulsivo científico con necesidad de clasificar la realidad, siguen siendo personajes a los que no renuncio.
Y es que las bicicletas que adelanto, con las que me cruzo, pertenecen a tres tipologías claramente diferenciadas. Las más abundantes son las que portan a deportistas de variada condición. En general se trata de bicicletas caras y de equipaciones en consonancia a esos precios. Son tipos enfundados en licra, con cascos afilados y gafas oscuras. Pedalean con las mandíbulas apretadas. Triatletas, globeros o lobos solitarios componen este pelotón que esprinta como si no hubiese un mañana. Son vidas dedicadas al deporte y a los récords, a estar en forma o buscar una excusa para trasegar unas cervezas.
El segundo grupo de bicicletas transporta a viajeros. Amantes de la autopropulsión con la casa a cuestas. El Cabo representa, en muchos casos, un hito importante en sus periplos. Son bicicletas cargadas con alforjas. O que tiran de carritos. Gente que pedalea con calma, con un cierto aire de despiste, tratando de absorber las sensaciones que emanan del bello y árido litoral.
Cuando me cruzo con ellos la mente hace un quiebro y me lleva a los tiempos mozos en los que las temeridades y barrabasadas estaban a la orden del día. Yo era uno de esa estirpe. Como Pablo, mi compañero de fatigas en esos menesteres. Viajamos en bicicleta de montaña desde Varsovia a Madrid. Nos empeñamos en conectar el Cantábrico con nuestros hogares (vivíamos en la periferia de Madrid por entonces) en dos días. Llegamos a planificar una vuelta al mundo que nuestros padres, con alivio, celebraron que no cuajase.
Merece la pena ser nómada en alguna etapa de la vida. Se saborean matices de la realidad que generalmente nos están vedados. Se pone uno en un lugar incómodo y a la vez se aprecia todo lo que tienes.
Los inmigrantes (ahora se dice migrante) son los que dan cuerpo a la tercera familia de bicicletas. Son más cutres, muchas de ellas de segunda o tercera mano. Pedalean para ir al trabajo. Más de una vez he podido llevarme a alguno por delante. No llevan ninguna luz ni ropa reflectante. Probablemente en sus países de origen nadie cuente con esos lujos y los coches circulen a velocidades más bajas. En Nepal, por ejemplo, el raro es el que va en coche y la carretera es una superposición de peatones, animales, bicicletas, motos y algún que otro coche que va sorteando a toda esa marabunta.
Vuelvo de correr y adelanto a dos de ellos. Llevan chalecos amarillos, luces rojas que parpadean. Las cosas van cambiando. Ajenos al ocio, al narcisismo de cuidarse, trabajan como mulas en los invernaderos de la zona. Para ellos es un paisaje relacionado con la actividad laboral. Tiene poco de especial.
Tengo suerte, me digo. Radica en el simple e injusto hecho de haber nacido en la orilla norte de ese Mediterráneo luminoso. Una vida más fácil, con oportunidades para ser feliz. Para tener la posibilidad de invertir mil euros en una bicicleta con la que irse a pasear.
P.D. Resulta que aún es posible encontrar bicicletas más desaliñadas, sin cubiertas, con los cambios atorados y las cadenas oxidadas. Son los gancheros. Semi-vagabundos que recorren los contenedores de la ciudad en busca de desperdicios que puedan poner en valor de alguna manera. Al aparcar veo a un marroquí que lleva una pata de jamón atada con alambres al trasportín. Si ha renunciado a su religión puede que se haga un caldo esta noche. Y si no también. El hambre es aconfesional.
buena!
Gracias man!
De las pocas cosas que ahora leo y anhelo son tus entradas al blog. Un abrazo Jaime
Muchas gracias Marta. la siguiente creo que te va a gustar. Abrazo