Tercera parte: Elisa y Miguel Lee aquí la Primera Parte
Hacía años que no ponía la mesa de Nochebuena con tanto esmero; tendría que actualizar su lista de últimas veces. Una mezcla de ilusión y nerviosismo la llevaba en volandas. En el horno, haciéndose lentamente, el segundo plato. La sopa de pescado no había más que calentarla en el último momento.
Ya debe de estar a punto de llegar, piensa para sí misma. De fondo música clásica, algo que para ella no es ninguna novedad, pero que circunscribe bien la situación que se aproxima. Las guirnaldas del árbol ofrecen una iluminación tenue y a la vez transmite unas notas alegres. Además, utilizará un par de velones que tenía en la cómoda y que no supo, hasta esa noche, que tuviesen otra función que coger polvo.
Suena el timbre y, por más que lo esperase, le sobresalta. Que hombre más puntual, por dios, dice Elisa, que habla a solas cada vez con más frecuencia. En efecto, Miguel jamás llega tarde. En todo caso pudo haber tocado antes, pero igualmente hubiese sido descortés. La novedad por una cita tan inesperada le tergiversó la semana entera. Esperó con ansia que llegase el día y por fin, a las siete de la tarde, salió de la residencia feliz y arrebolado como un chiquillo. Contra su costumbre tomó un taxi, por no arrugar el traje ni el ramo de flores, y por mantener el olor a limpio y la tersura de su camisa. Hizo tiempo en una cafetería, hasta que muy cortésmente le dijeron que tenían que cerrar, ya sabe, hay que preparar la cena y esas cosas. ¡Feliz Navidad! le dijo el dueño, tratando de insuflarle alegría, creyendo que se trataba de un pobre viejo que apuraba sus opciones para no estar solo, para no encerrarse en casa y traer a colación recuerdos felices y dañinos.
Por fin dieron las nueve. Hizo de tripas corazón por aguantar aún un minuto. Entonces tocó el timbre y escuchó la voz de Elisa y se dio cuenta de que sí, de que era cierto, de que no tenía Alzheimer y todo era real. Para cerciorarse apretó contra sí la botella de champán y el ramo de flores y procuró no precipitarse.
La cena fue transcurriendo entre amenas digresiones de uno y otro. La cultura, el saber estar, hacían del encuentro una especie de duelo soterrado por ver quien cumplía mejor con su papel, si el huésped o la anfitriona. Profundizan en conversaciones que fueron dejando a medias. Elisa quiere saber las razones que llevaron a Miguel para dejar de escribir, una afición que abandonó en su primera juventud. Me llama la atención, con todo lo que has vivido, que no lo hayas retomado, expone a su invitado. Simplemente abandone el papel de observador. Leía y escribía mucho y al hacerlo se sentía excluido de la vida real. El problema de escribir es la introspección eterna, te deja fuera de juego, te anula, sostenía Miguel.
Elisa ama los libros. Sus palabras son refrendadas por las estanterías de su casa, repletas de libros. Me encanta leer, le dice a Miguel. Aunque no sé si es bueno leer tanto. Coincide con su invitado en que un exceso de lectura es como una especie de renuncia a la realidad que uno tiene.
Sin embargo, su verdadera debilidad es la música clásica. Ha enseñado a miles de niños durante su carrera docente. Yo trataba de que apreciasen la obra de Beethoven o Rachmaninov. O al menos, lo intentado, afirma con cierta resignación. Los niños son complicados y la música una asignatura destinada a ser sepultada por todas esas novedades tecnológicas.
A mí me hubiese gustado ser tu alumno. No, no te rías, lo digo en serio. Todo eso que contaste del Réquiem de Mozart, bueno, yo no sé nada de música, pero al darme esas explicaciones lo he disfrutado. Sí, responde Elisa, es una obra intensa pero bella. Es una composición con mucha fuerza. El Dies Irae, que es un poema sobre el Juicio Final, es embriagador por lo que impresiona, por lo desnudo que te deja. Parece que en ese momento vayan a decirte si vas al cielo o al infierno.
Los dos se daban cuenta de que agotaban sus argumentos sin remedio. Disimulaban bien, era parte de la puesta en escena y de ese duelo en el que no era admisible perder las formas. Dando largos rodeos por fin se enfrentaron al verdaderamente motivo de su encuentro. Sin faltar a las buenas maneras, por con una contundencia fruto de una edad en la que se está para cualquier cosa menos para perder tiempo, Elisa planteó la cuestión apenas transcurridos dos bocados del segundo plato, un pavo relleno con trufas, y con la segunda copa de vino recién estrenada.
Buenos, entonces ¿qué? ¿Has decidido lo que vas a hacer? Miguel dejó de masticar, miró de frente a aquella mujer que le tenía tan entusiasmado. Se limpió muy levemente con la servilleta, otro alarde de buenas maneras. Se aclaró la garganta y respondió sin titubear. Esperaba la pregunta y tenía un discursito ensayado.
Sabes, me he pasado más de media vida huyendo no sé de qué. De estar conmigo mismo, supongo. Y creo que ya está bien. No voy a dejar la residencia. Me gustaría seguir viéndote. Hasta el día que me muera. Sí, no te rías, sé que a estas alturas de la película no es decir gran cosa. Porque el día que me muera puede ser mañana. Ya viste lo que pasó ayer. Mario se fue al otro barrio y con él se cumple el cupo. Una embolia. Estaba mal, sí. A esa edad, ochenta y tres, como no vas a estar mal. Pero no parecía que el tipo fuese a amanecer muerto. En todo caso voy a romper esa ley absurda que me tiene en danza de una residencia a otra. Y me voy a quedar para verte; no quiero nada más en la vida que verte todas las mañanas. Y charlar contigo, pasear, tomar un café. Quiero tenerte a mi lado, eso es todo. Pero, por favor, no pienses que dejo de huir para aprovecharme de ti. Que pretendo meterme en tu casa y robar unas caricias que quizás no me correspondan. Que seguro que no me he ganado en una vida más bien narcisista, ciertamente individualista. No. Seguiré en la residencia y quedaremos siempre que lo desees.
Elisa no pudo contener la emoción. Pero fue capaz de levantarse y darle un beso; entre lágrimas de felicidad, de amor. Bueno, Miguel, querido, me alegro de esa decisión. Sé las renuncias que acarrea y sé que no lo haces por desesperación. Estas semanas me han servido para comprobar que eres un hombre bueno, un poco egocéntrico como tú dices, pero no alguien que vaya a aprovecharse de una viuda. Yo también quiero verte, pasear cogidos de la mano. Que vengas a casa a comer. Te diré más. Me gustaría que ser el bálsamo que cure tu corazón. Que quieras quedarte a mi lado es un halago. Pero, por favor, llévame a Paris o a Roma. No quiero morirme sin ver esos lugares.
Con un beso sellaron su pacto. Diez años después de aquello conservan en su mirada la admiración del que cree ver por primera y última vez a su amor. Y, por supuesto, Elisa ya no necesita un secador para calentarse las manos. Las tiene pulidas de tantas caricias.