Conduzco el coche de empresa. Presto atención al móvil, también de la empresa, convertido en un mapa que me debe guiar hasta las oficinas de unos nuevos clientes. He empezado una nueva vida. Desayuné aprisa y con el sabor del café en la boca he abierto con el mando a distancia mi nuevo vehículo.
Voy despacio, atento a las señales, a los peatones, al tráfico. A pesar de que conozco bien la zona, no me permito ir con la soltura habitual. Me parece ver señales nuevas, semáforos que antes no estaban, anuncios que nunca vi, incluso alguna nueva edificación que brota de esos huertos abandonados en los que solo quedan saltamontes y hierbas a las que se tiene la discutible costumbre de apodarlas como ‘malas’.
Por fin me incorporo a la autopista. Y también descubro cosas nuevas. Una gasolinera, una nueva salida, un puente que salva una rambla. En realidad, todo eso ya estaba allí antes, no me había fijado.
Sigo percibiendo el sabor del café.
Lo que me ocurre es un fuerte anclaje al momento presente. La novedad me ha despojado de todo ese ruido de fondo que sepulta la realidad. Todos los sentidos y la mente se dedican a observar cada matiz que me rodea. El exceso de pasado y de porvenir no encuentran su lugar en ese soliloquio que retumba en nuestro cerebro.
La nostalgia y la agorera incertidumbre que nimba los planes futuros se diluyen en el transcurrir de una jornada que me mantiene a la expectativa.
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Durante el siguiente día aún reverberaban las maravillas intrascendentes que descubrí: el paseo junto al mar que di desde el aparcamiento hasta las oficinas de los clientes que me correspondía atender, el sol cayendo detrás de las montañas que pude observar en el viaje de vuelta, la música que emitía aquel equilibrado equipo estéreo del coche nuevo.
De lo intrascendente hice monumentos. Así transcurrieron los siguientes días, superado por el flujo de novedades que no dejaban respirar al introspectivo ego encargado de analizar y juzgar cada movimiento.
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Al cabo de una semana, un mes, la rutina fue devorando los rutilantes motivos que jalonaban aquella existencia de espectador compulsivo. Lo hizo igual que el mar, en su continuo embate, barre sin esfuerzo los magníficos castillos de arena que en algún instante se concibieron como eternos bastiones.
Deshaciendo almenas, devolviendo la arena a su lugar, reequilibrando el perfil de la costa. Así era como el impertinente soliloquio tomaba las riendas y medraba hasta adueñarse del espléndido presente. Hasta convertirlo en un espacio vacío de afectos y tender una telaraña capaz de atrapar hasta la más mínima insinuación de felicidad.
Ya hubo transiciones parecidas. El trayecto hacia el Ministerio, en aquella etapa de trabajos elocuentes mal remunerados, convirtió el agradable trayecto en tren en un maquiavélico juego apresurado en el que uno competía contra sí mismo. Se trataba de ocupar el mejor lugar en el andén con el fin de entrar en el vagón que después quedaría más cerca de la salida que llevaba al metro.
El tiempo escamoteado al paseo, al placentero devenir de los primeros compases del día, se invertía en imaginar cómo sería el trabajo, en construir diálogos en los que uno siempre tenía la razón. Poco a poco la mente lograba asolar cualquier resquicio para la calma.
Así, día tras día, el animal compulsivo deformaba el gesto hasta convertirlo en algo hosco.
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En realidad (¿cuál de ellas?) juego a anticipar que anticiparé. No tengo coche de empresa. Ni móvil de empresa. Ni siquiera empresa.
Hasta tal punto llega la perversión de la mente racional, experta en boicotear cualquier tallo que sobresalga más de la cuenta.
Anticipar es clave en nuestro camino evolutivo. Nos diferencia respecto a otras especies, nos permite triunfar sobre nuestros congéneres y coetáneos. Poner la trampa al mamut justo por donde va a pasar, comprar una vivienda antes de que suba el precio, conocer los gustos de ella antes de que sea demasiado tarde.
Anticipar no es banal, ni es un defecto. Sin embargo, su exceso es destructivo.
Añoro el cerebelo reptiliano, más pasional, más caótico. Culpable de excesos y risas. Capaz de trasegar con todo tipo de contradicciones. Menos preparado para moverse por este complicado entramado vital que entre todos, sin querer, hemos construido.
PD Escrito en San Cristóbal de La Laguna en una hermosa mañana de diciembre al albor de unas jornadas organizadas por Aloe. Gracias María y Alejandro por ese ratito de calidad.
Muy bueno j.m. Lo malo de anticipar es que nos perdemos el presente que es lo único que tenemos
muy bueno, se nota que lo has disfrutado, la metáfora del mar y los castillos de arena, genial. Abrazo Novelista!!