Salgo a correr por el barrio. No es mi primera opción. Ni tampoco la segunda. Una zona residencial que va adueñándose de las antiguas huertas. Hay campos esperando nuevos edificios. Los dueños, a su vez, aguardan ansiosos la venta del solar. Quien les iba a decir a ellos que aquel terruño, cerca del Andarax, un pedazo de tierra más bien desagradecida, que fue testigo de tantas penurias, ahora les iba a hacer ricos. Ricos hasta hartarse. Si no fuese por el Santi, que está loco, o quizás sea la mujer, que le malmete, el caso es que quiere más pasta. Luego hay que repartir y eso se queda en nada, esgrime como argumento. Mejor esperar, que esto está otra vez al alza. Y claro, los hermanos se desesperan, y las cuñadas, y los cuñados y todo aquel que tenía la esperanza de tener billetes frescos en mano. Hasta hay alguno que ya se ha metido en negocios y ha adelantado dinero. Cada vez que una constructora levanta un cartel enorme anunciando nuevas y confortables viviendas, las mejores de la Vega, se llevan las manos a la cabeza.
Corro entre esos campos, sorteando acequias desvencijadas, observando la pasividad de la naturaleza, que desborda con hierbas los antiguos sembrados, se come las pequeñas construcciones, hace de los antiguos caminos un espacio intransitable. Corro con la promesa de llegar al mar, por un terreno llano por el que me chirrían las rodillas.
Dejo atrás la vega y cruzo el Andarax. Desde el puente un tupido cañaveral impide ver la desembocadura. Entre esa vegetación se oculta una avifauna que cuesta imaginar desde las nuevas residencias. Los habitantes, acérrimos urbanitas, en general ignoran su entorno. Más desde que internet se apropió de nuestras aspiraciones. Lo esencial es explorar un mundo virtual que habita en unos servidores ocultos vaya usted a saber dónde.
Corro y por fin veo el mar. Está como un plato. Las olas, que no merecen ese nombre, apenas se esfuerzan por alcanzar la costa. Tal y como oí en la radio –esos programas que se emiten a las cuatro o las cinco de la mañana, la hora en la que Julia nos despierta y ya cuesta conciliar el sueño- la presencia de un anticiclón tan potente como el que lleva instalado más de un mes en la península se puede apreciar en las costas mediterráneas. Son las calmas de enero.
En efecto, el aire, pesado, inamovible, deprime la superficie del mar. Por eso, cuando llego a la costa, el olor a mar, propio del Cantábrico, de los océanos, me avisa de que el mar no está como siempre. Las rocas están adornadas con algas. El nivel bajó y las dejó a la vista. Al sol, toda esa vegetación y la vida adosada a las rocas se pudre. Esa es la mezcla de efluvios que percibí.
Porque el mar aquí es manso. Las mareas en el Mediterráneo apenas causan cambios en su nivel. Por eso cuando uno pasea por las playas del norte, a veces vuelve y la toalla está empapada. Parece un mar de juguete, aunque he visto temporales que no tienen nada de amistoso. El Mediterráneo puede ser muy jodido cuando se pone. Sin embargo, en general, reina la calma. Incluso las gaviotas parecen otras. Son como funcionarios en el destierro que hacen lo justo por mantener el puesto. Graznan un poco, sobrevuelan la costa, pero no se las ve muy entusiastas.
Sigo con mi circuito, pensando en escribir sobre las calmas de enero, las gaviotas y otras ocurrencias que me prometo apuntar para desarrollar en algún rato perdido. Aunque de esos hay ya muy pocos, no quedan, me los bebí todos.
Quisiera que mi ánimo se contagiase de enero. Que la ansiedad me dejase un rato. Que me convenciese de que hay tiempo para todo. Que nevase de una vez por todas. Sí, esto último me alegraría bastante. He alcanzado pocas conclusiones en mi vida y una de ellas es que sin nieve no hay paraíso.