Somos animales coleccionistas. Hay otras especies que también se dedican a juntar objetos con características similares, como las urracas, que llevan a sus nidos objetos brillantes. Nos gusta, y a veces nos obsesiona, poner en un mismo espacio (álbum, estantería, cajón) cosas que reúnen características comunes: cromos, minerales, relojes, plumas, dedales; sellos y monedas, por supuesto. Hay quien colecciona amantes o libros raros. Hay quien se puede permitir coleccionar coches (no a escala, que también, sino reales) y otros, como el Marqués de Leguineche (La escopeta nacional), guardaba celosamente en tubos de ensayo pelos del coño (la depilación láser hubiese sido funesta para sus propósitos).
Una característica esencial de las colecciones, que mantiene al borde de la obsesión al coleccionista, es que no se pueden acabar. Si consigue reunir todos los minerales del planeta entonces querrá los de la Luna. Cuando parece que están todos los jugadores de la liga, entonces aparecen los cromos reserva. Y siempre se acuñarán nuevas monedas y se imprimirán sellos.
Las razones psicológicas del coleccionismo radican en (y tiro de Wikipedia) los siguientes principios: El coleccionista revive la infancia al conectarse a una época o a un momento en el que se siente una gran seguridad y protección. Las colecciones les ayudan a aliviar la ansiedad de perder una parte de sí mismos y a mantener el pasado para seguir existiendo en el presente. Algunos coleccionan por la emoción de la caza, de perseguir y conseguir el ejemplar objeto de deseo. Para estos coleccionistas, coleccionar es una búsqueda (una búsqueda que, como decía, dura toda la vida porque nunca puede ser completada). Coleccionar puede proporcionar seguridad psicológica al llenar una parte del yo que uno siente que falta o que está vacía de significado. Cuando uno colecciona, organiza, ordena y presenta una parte del mundo. Se es dueño y señor de ese pedacito de mundo, que se convierte en un lugar de refugio donde se calman los miedos y se gestiona la inseguridad. Estos motivos no son, por supuesto, mutuamente excluyentes.
A esta realidad no es ajena el mundo editorial. Con tino y ojo mercantil saca coleccionables de cualquier cosa en el momento más propicio –a principios de año o cuando empieza el curso escolar–, justo cuando nos planteamos nuevos hábitos y el comienzo de una vida prometedora.
He coleccionado unas cuantas cosas (cromos, minerales, fósiles, sellos…) pero las mudanzas, la desidia y diversos avatares las han ido desperdigando y deshaciendo. Desde hace años colecciono intangibles. Salidas al campo, viajes y lecturas. Sin embargo, solo esto último ostenta el verdadero cariz de una colección, puesto que tiene detrás un método y un registro en papel.
Empecé por elaborar fichas bibliográficas de lo que leía. Inventé dos razones para ello. La primera, más funcional, se debía a mi mala memoria. Con ello pretendía tener un rastro fidedigno de obras y autores. Además, el esfuerzo por reseñar lo que había leído me ayudaba a afianzar el recuerdo del libro. El segundo motivo es una especie de auditoria interna con visos narcisistas. Muy de esta época en la que contamos pasos, calorías, horas de sueño, etc. Yo cuento lecturas con el fin de decir(me) que al cabo de un año me he leído más de cincuenta libros, o que el año pasado leí quince libros más que el anterior.
Esta colección también se agostó. Me faltaba tiempo para escribir un buen resumen de lo que había leído. Y no es que leyese tanto, pero necesitaba dos o tres versiones para luego pasarlas a limpio al formato de la colección, que eran esas fichas de cartulina con rayas. Además, internet está lleno de buenas reseñas y en más de alguna ocasión había tenido que recurrir a alguna de ellas para recordar lo que había leído. Cuando tardaba mucho en ponerme a escribir el recuerdo se iba diluyendo. No tenía sentido plagiar reseñas de Un libro al día (ULAD).
Sin embargo, seguía guardando un registro de lo que iba leyendo, hasta que por fin di con la clave de una nueva colección mucho más personal y útil. En lugar de hacer fichas bibliográficas, ahora hago fichas sobre la lectura del libro. En un pequeño cuaderno escribo los datos básicos (título/autor) y después añado una serie de campos relacionados con la lectura: fecha, valoración (no cuantitativa ni basada en ninguna escala; sigo la estela de ULAD, calificándola en base a criterios bastante personales), quien me recomendó el libro o cómo llegué hasta él y, lo más importante, el momento vital en el que fue leído.
Esta última parte me parece fundamental. En primer lugar porque liga emocionalmente la lectura del libro a tu vida. Así, las fichas de lectura van dejando un rastro vivencial, lo cual convierte a la colección es una especie de diario. En segundo lugar porque es esencial la impronta que deja en la lectura el momento en el que lo lees. Un libro te puede haber parecido incomprensible a los veinte años y una obra maestra a los cuarenta. Lo mismo pasa con la cebolla. De niño es un horror, pero luego no puedes prescindir de ella.
La valoración de un libro depende en gran medida de nuestra madurez intelectual y de las experiencias vitales, que permiten que te identifiques más o menos con una historia y sus personajes. Dejar una mínima constancia de ello me parecía relevante.
He aquí un breve ejemplo:
Título: Lluvia fina
Autor: Luis Landero
Fecha lectura: Enero 2020
Origen: Recomendado por Alexis
Valoración: Muy bueno, excelente manejo del lenguaje, estructura primorosa
Momento vital: Leído a la hora de la siesta, en el salón, mientras Paula trata de recuperar horas de sueño y muevo la cuna para que Jaime deje de rezongar. Julia a veces duerme y otras ve Peppa Pig.
A ver si soy capaz de mantener la colección, ya sabemos que lo fácil es empezar.
muy interesantes las razones del coleccionismo. precioso y entrañable final. Un abraz novelistaaaa!!