Necesitaba escribir, necesitaba publicar

Llevo años dedicado a escribir artículos científicos y piezas de divulgación. Devorado por la crianza y la labor científica, la literatura tuvo que replegarse y esperar su oportunidad; es lo que hacemos las especies oportunistas. Replegarse no significa abandonar. Se trata, más bien, de mantener un espacio mínimo que tenga la capacidad de medrar cuando reaparezcan unas condiciones favorables.

Durante casi una década las lecturas han sido dispersas, constantemente interrumpidas, celebradas cuando llegaban a su fin. Y la escritura buscó lugares y horas insospechados para crear ficciones que no eran nada más que distorsiones de realidades asfixiantes. Para eso sirve, entre otras cosas, la literatura, como válvula de escape. No siempre hallé esas coordenadas espacio-tiempo en la que imaginar personajes y mundos alternativos. El blog ha pasado hambre durante una larga temporada. Me dedicaba a alimentar otros, como Arida Cutis, o los del CSIC, o el de Harmusch (fundamentalmente como editor). Apenas saco un par de entradas al año. Parece que he dejado de dar bandazos, con una vida más previsible y enjaulada, con unas rutinas alienables que en el fondo le anclan a uno al mundo, le dan cierto sentido, imagina menos, le obligan a más. Una existencia más mundana y doméstica que apaga algunos rescoldos de rebeldía, pero también, al menos en mi caso, modera la idiotez que sostenía un personaje que amenazaba con devorar a la persona.

Necesitaba escribir literatura y sin darme cuenta me fui haciendo con un puñado de historias dispersas en distintas carpetas del ordenador, en cuadernos que nunca acabo, en notas de papel que sobreviven, no me digan cómo, dentro de alguno de esos libros que leí. Algunas las enviaba a concursos literarios, que era como comprar el cupón de la once. Esperaba la fecha en la que se fallaba el premio con cierta ansia. No ganaba nunca, claro, pero me obligaba a redondear el texto, a pulir detalles.

Otros relatos se quedaban varados, como decía, en medio de cuadernos que había empezado a escribir primorosamente, prometiéndome que, esta vez sí, lograría reunir el tesón suficiente como para lograr una magnífica colección de cuadernos manuscritos. Imaginaba cuadernos del mismo formato, en un elegante negro, con una etiqueta blanca en el lomo que señalase el período que abarcan esos pensamientos y disquisiciones, formando una sólida colección en las estanterías del despacho. Como para ponérselo fácil a mis biógrafos. Pero no, en el caso de que alguien tuviese que rehacer mi camino literario – ficción que sirve para dar cuerpo a otro relato – tendría que escudriñar en varias carpetas de papeles, que en algún momento se ordenaron con un criterio que ya no reconozco, cuadernos de diversos formatos y tamaños, y archivos en varios discos duros. Cualquier cosa menos algo estructurado.

Cuando el panorama doméstico y laboral fue amainando decidí proceder con el mismo método con el que escribo los papers, es decir, poniendo una fecha de entrega (lo que en realidad ya hacía con los relatos que enviaba a concursos). Aunque parece ir en contra de la creatividad, o de eso que llamamos libertad, los límites sirven para ser prácticos. Probablemente con tiempo los relatos fuesen mejorando. Se irían depurando más y más, hasta llegar a versiones, en el infinito, perfectas. Pero hay dos problemas que cortocircuitan este ideal. El primero es que sin un plazo no se acaban los textos. El segundo es que, pasado un umbral, el texto ya no mejora más, empieza a pudrirse. Podría hacerlo, quizás, si se reescribiese entero.

Necesitaba escribir para, como se explica en el Prólogo de Instrucciones para seguir vivo, digerir las ruinas de cada día, los efectos colaterales que conlleva cada decisión vital, que golpean en el hígado sin previo aviso. Necesitaba escribir para aislarme, para resarcirme, para justificarme, para reírme -algo que no sabía que tenía tan relegado, desconocía que vivo apretando las mandíbulas-, para saber que podía seguir escribiendo. Para reivindicarme ante mí mismo.

Pero también necesitaba publicar. No solo con el fin de crear una obligación que me llevase a cerrar todos esos relatos inconclusos, o a depurar los que había escrito y creía ya terminados, también para ver el producto final, un volumen con portada, con solapas, con una sinopsis. Necesitaba publicar porque escribir sigue siendo un acto narcisista y uno necesita ver la reacción del público, por mucho que la tema, por muy escaso que sea el público.

Empecé a sacar de sus escondrijos todos esos textos que podían presentar una candidatura para aparece en público. Encontré más de los que recordaba. Descarté alguno que ya no iba a dar la talla, por más que se reescribirse. Dejé otros para el futuro. Y me quedé con quince. Uno de ellos llevaba en mi cabeza dando vueltas desde hacía años. Estaba perdido en un cuadernillo. Lo recordaba extenso. Empecé a transcribirlo al ordenador. Era de 2017. Según copiaba las palabras retocaba frases. Al final escribí casi el doble de lo que había en el cuaderno. Los Inconmensurables, que así se titula, toma la estructura de los Detectives salvajes, de Bolaño. Por un momento creí que podía alargarlo más y más, pero decidí cerrarlo. A cambio, fui dispersando sus personales por otros relatos. Así, amarrándolos a la historia más contundente, creí hacer algo más que una serie de relatos independientes.

Buscando huecos aquí y allá logré presentar el libro más allá del plazo acordado. La enfermedad de mi padre empezó a acelerar su declive y con ello los viajes a Madrid, al Hospital Puerta de Hierro. Me da mucha pena que no lo vea mi padre. Falleció el pasado dos de diciembre. Pudo leer borradores previos y hacer algunas correcciones y sugerencias. Siempre dispuesto a dar un último servicio. Hubiese sido el primero en aplaudir en Linkedin la noticia de que el libro se estaba imprimiendo (o este mismo post). Su escasa emotividad para celebrar estas cosas no hubiese sido óbice para sentirse orgulloso, en silencio. O más bien en una contenida alegría que después sacaba por otro lado, con otro motivo. Desde luego se lo hubiese dicho a sus amigos. Hubiese presumido de ello.

La portada es un cuadro de mi mujer, que tiene una colección impresionante repartida entre amigos, paredes de la casa y fondos de armario. Era difícil elegir una portada. Pero creo que ese cuadro, esa parte, le va bien, refleja sus tripas (las del libro, no las de mi mujer).

Así que llego al fin de este camino, pero otros ya han empezado a ser recorridos.

A continuación, dejo la sinopsis que aparece en la contraportada:

Instrucciones para seguir vivo es una colección de relatos que, aunque aparentemente independientes, se entrelazan a través de una constante reflexión sobre la vida, las decisiones y los inevitables contrastes que surgen con el paso del tiempo. A lo largo de sus páginas late una melancolía serena, matizada por un sentido irónico que aligera las profundidades existenciales que a veces asoman.

Los relatos exploran temas universales —los anhelos incumplidos, el amor, la traición y la inevitabilidad de la muerte— desde una mirada íntima y personal, permitiendo al lector conectar con cada historia en un nivel profundo. Con un estilo directo y cargado de imágenes evocadoras, J.M. Valderrama logra que no solo comprendamos las emociones de sus personajes, sino que las sintamos. Como señaló el cineasta José Luis García Sánchez: «Más que con un PC, parece que escribe con una cámara de cine».

Relatos como La paloma o Los inconmensurables construyen atmósferas envolventes que transportan al lector al corazón mismo de cada historia, haciendo de la lectura una experiencia inmersiva y emotiva. Instrucciones para seguir vivo es una obra que invita a la introspección y deja una huella duradera en quienes se adentran en sus páginas.

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