Las esperas y los silencios

El verano no se termina de ir y ya estamos en octubre. Queda poco para que lleguen a la tienda de ultramarinos las enormes cajas con las pasas de Málaga. Adoro la variedad de sabores que encierra un puñado de pasas, fruto de la sinfonía de polifenoles que prosperan al son de la vida microbiana del suelo. Desde el principio del verano aguardo con paciencia. He imaginado cómo las uvas se han ido desecando bajo el sol imperial de la Axarquía, arrugándose a medida que se concentran los azúcares. En agosto anhelo esos ratos de sofá, bajo la manta, comiendo una pasa despacio, mientras separo las semillas con pericia. He ido aprendiendo a esperar, a no desesperar. A no querer que haya pasas todo el año. A saber que tienen su momento. Y que cuando llega ese momento, hay que celebrarlo. La espera, que es el camino, también hay que disfrutarla, no denigrarla o anularla.

Una espera se solapa con otra. Antes de las pasas está la temporada de las setas. Estas dependen de las lluvias de otoño, que no siempre llegan. Al poco estarán en los anaqueles los mantecados. Y ya a mediados de noviembre el queso manchego especial de El Pesebre. Esperas y recompensas. Días sin premio. Recordar que no todos los días es fiesta, que la vida pierde chispa sin días grises. Que es necesario crear un contexto de mediocridad para que destaque lo extraordinario. Por que vivir en lo extraordinario resulta agotador y extremadamente depresivo.

Me pasa lo mismo con los silencios. Con esa necesidad de rellenar todo lo que no sea una vibración del aire. Adorables espacios en blanco. Recuerdo al loco de la Colina, con su magistral manejo de las pausas, que enriquecían y vigorizaban el discurso. El silencio como necesidad primaria, como el aire, como el agua.

Ahora aceleramos todo. No tenemos espera. Ya no es suficiente la inmediatez de un mail o un sms. En una década, la tecnología más sofisticada que podíamos imaginar hace dos, ha quedado obsoleta. El whatsapp se impone, pero ya le vamos viendo pegas. No era suficiente esta modalidad de mensajes instantáneos. Cada poco hay una nueva versión que hace no se qué cosa nueva. Llegaron los videos por whatsapp, pero tampoco era suficiente. ¿Quién va a gastar quince segundos de su vida escuchando un audio si es posible acelerarlo y que dure ocho?

Nada nos conforma y ese es precisamente el peaje de obviar los silencios y las esperas: la ansiedad. Queremos fruta de temporada todo el año. No queremos perdernos nada. Ni una serie, ni el último libro, ni el restaurante de moda. Así que la pausa es el enemigo a batir. Un rato de nada es una condena a muerte. Dejar tardes en blanco genera la necesidad de apuntarse a un curso de lo que sea.

Hemos caído en una especie de sopa, de sopor, de mezcla viscosa en la que nos hundimos, en la que no hacemos pie. El mundo no se va a parar, pero conviene pararse y observar cómo da vueltas. Paladear lo que se lee. Escuchar el silencio que asoma inesperadamente. Ser consciente de lo que uno se pierde mientras desfila por delante de nosotros. Evitar llenar los días con más y más tareas, objetivos, pasos caminados, páginas leídas; un cómputo suicida de cada cosa que hacemos para airearla cuanto antes.

Y mientras tanto que el tiempo vaya fermentando el vino y el agua se infiltre en los suelos donde los viñedos darán uvas pasas en unos meses. Y aprendamos a que la espera enriquece. Y el silencio filtra las palabras para darles su sentido.

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