Mete la salsa de menta en el microondas. Ya no sabe igual. Un verde apagado. El microondas que no calienta bien. Se quema los dedos para sacar el cuenco y luego está medio frío. Calienta también unos pedazos de cordero y se echa vino del que ha sobrado.
No es lo mismo, no.
Sería injusto achacar a las circunstancias ─aprovechar los restos de comida del fin de semana para parchear el almuerzo del lunes─ que no esté tan rico. La diferencia es que falta compañía.
La tarde noche del sábado la cocina vibraba con una actividad febril. Pelando patatas. Cortando cebolla. Picando hojas de menta fresca. Descorchando botellas de vino. Primero uno blanco, fresco, de aperitivo. Luego un Ribera del Duero, que estuvo respirando un tiempo. >>seguir leyendo
Comenzaron a salir hormigas por las comisuras de la casa; aquellas que el frío mantenía selladas.
Aparecieron también, como por generación espontánea, moscas del vinagre. Que no se apiadaban de los racimos de plátanos. De las naranjas. Hasta entonces con un aire de bodegón vetusto.
Es la tibieza. Es el reclamo de la tibieza.
Tampoco se contienen los capullos verdes, acorazados, que tras una racha de dos o tres noches templadas se atreven a reventar en colores del todo inesperados.
Es un estado febril. Es un estado que va decididamente al máximo. Con todas sus consecuencias. >>seguir leyendo
El resentimiento es mutuo. Y hace que se retroalimente. La situación se ha hecho insoportable. Ha descuidado sus relaciones. El coste de mantenimiento era muy alto. Toda su vida ha sido un buen invitado. Por el contrario ha sido un pésimo anfitrión.
Un día claudicó y dejó de hacer visitas. Las amistades revelaron ser edificios de hormigón armado con las vigas deshechas. Eran como bloques de la era soviética que parecían a prueba de bombas. Eran algo del pasado. A lo que se venía dando una mano de pintura superficial de año en año. Pero los daños estructurales estaban muy avanzados. Las cosas tienen su caducidad. >>seguir leyendo
Quiso regalarle un libro. A la chica desconocida que, como él, daba vueltas entre los puestos de viejo. Una hilera de casetas a la espalda del parque más grande de la ciudad. La empalizada de árboles, paralela a la fila de barracas, proyectaba su sombra en las épocas calurosas. Y surtía de hojas secas cuando llegaba el frío. Revolotean crujientes entre la gente que buscaba libros; un poco por distraerse.
Se habían cruzado varias veces. De manera casual al principio: alrededor de la misma mesa de novelas. O en ese ir y venir al que lleva la disposición lineal de los puestos. Después los encuentros son más forzados. Se hace el distraído leyendo la contraportada de un ensayo sobre la expansión de los imperios. Mientras, estudia sus movimientos. Sus preferencias. >>seguir leyendo
Por mucho que se esfuerce no consigue sacarse de encima el aire de palurdo que ha adquirido en los últimos tiempos. Es lo que dicen sus amigos. Un poco por joderle. Y otro poco por espabilarle. Lo peor no es que haya dejado de actualizar su vestuario. Sino que renuncie a sus señas de identidad cuando va a la ciudad. Es un tipo de campo y de repente quiere competir con los pura sangre adaptados al asfalto. Los que saben llevar un traje y caminan como flotando por el entramado urbano. Transitando con soltura de un despacho de abogados a un restaurante. Manteniendo la compostura y la raya del pantalón en su sitio. >>seguir leyendo
La besó como si ella tuviese todo el oxígeno del planeta. Al principio no lo rechazó y se dejó hacer. Sorprendida, atenta. Pero de repente le entró un no sé qué. Le saltaron las alarmas. No eran remordimientos. Ni que él no le gustase. Pero aquella desesperación la incomodó y la puso en guardia.
Bastó que ella le empujase levemente para que se separase. Con aquiescencia.
Su expresión era de arrepentimiento. De incomprensión. Como la de un perro al que le han dado permiso para comerse las sobras y de repente le reprenden. Y se queda mirando con una cara de pena terrible. De no entender nada. Renunciando a lanzarse a dentelladas a por lo que cree que le corresponde. >>seguir leyendo
Encontraron refugio en la parte más alta, donde el viento soplaba con más fuerza. Se esperaban unas ruinas tras las que resguardarse pero había una casa abandonada con varias dependencias. La estructura aparentaba solidez. Se había hundido el techo de una de las habitaciones pero en el resto no hay una sola gotera. Se conservan casi todas las tejas.
El yeso parece reciente y no hay restos de suciedad, salvo el polvo normal de un lugar deshabitado y las pintadas de unos pobres diablos que quisieron dejar registro de su existencia. Eso sí, puertas y ventanas han sido arrancadas. Probablemente hayan ardido en la hermosa chimenea, la joya de la casa. Van a poder calentarse en esa noche helada, de vientos explosivos. >>seguir leyendo
Tenía claro que el espray marino iba a dejar un recuerdo de sal a modo de costra en todos los cristales del coche. También tenía claro que cada día iría renovando la promesa de lavar el coche con esas mangueras a presión que funcionan a base de fichas metálicas que se compran en la gasolinera.
La promesa iba cediendo, día tras día, ante la esperanza de que llegase una borrasca y empapase de agua dulce los campos y su coche. Miraba el pronóstico del tiempo en diversas páginas web para tener argumentos en contra de aquella obligación autoimpuesta. ‘Parece que en tres días va a entrar un temporal por el estrecho. A ver si hay suerte y llega hasta aquí’. Se decía mientras giraba el sintonizador de la radio buscando una emisora potable. Intentando entrever por la sal que picoteaba el espejo retrovisor. >>seguir leyendo
Tardes de domingo empañadas por las perspectiva de una semana de cole. De oficina. De madrugar y toparse con el suelo frío y el cielo ceniciento.
Y las paradas de autobús atestadas. Y el tráfico. Y el infinito ciclo de días que conducen hacia la lúgubre noche. Hacia el invierno.
Aletargadas tardes de domingo después de comer cocido en familia y prolongarla con tertulia y cafeses. Y las hojas que empiezan a abandonar las ramas de los árboles para formar una alfombra a veces crujiente en la orilla de las carreteras. >>seguir leyendo
Bajamos hasta el Campo de Dalías. La llanura, hasta hace pocas décadas, no era más que un sucio secarral aprovechado por el ramoneo casual de diezmados rebaños de cabras.
Era obvio que el desarrollo tenía costes ambientales muy altos. Pero también quedaba claro que se vivía mejor ahora que entonces.
Se vivía más años. Con menos dolor. A uno se le caían los dientes y le podían poner otros.
Recorrimos los claustrofóbicos pasillos entre los invernaderos. El espacio que separa cada propiedad se reduce al mínimo. En esas fronteras podrían cultivarse más tomates. Y ganar más dinero. Los dueños admiten con fastidio la existencia de estos pequeños vericuetos. >>seguir leyendo
El blog del escritor J.M. Valderrama donde podrás comprar sus libros Días de nada y rosas, Altitud en vena y Aquí Bahía.