Me sigue sorprendiendo el tono peyorativo de la palabra vividor. El otro día di por casualidad con un programa sobre José Luis Sampedro, en el que salían fragmentos de entrevistas muy variadas. En una de ellas se sorprendía de la connotación negativa de la palabra de marras. Si acudimos al diccionario de la RAE la primera acepción que da es obvia. Vividor: que vive. Y hay que ir hasta la cuarta para encontrar el sentido retorcido que normalmente se le asigna. Vividor: Que vive a expensas de los demás, buscando por malos medios lo que necesita o le conviene.
Anatomía de la desertificación
Conviene especificar, en primer lugar, el ámbito en el que sucede la desertificación. Se trata de regiones áridas, semiáridas y sub-húmedas secas, es decir, aquellas en las que el índice de aridez de la FAO está entre 0.05 y 0.65. Aclaremos que: (i) Este índice da una idea del balance hídrico de la zona; (ii) Hay muchos índices de aridez, además del de la FAO; el aquí utilizado es el cociente entre lo que llueve y lo que potencialmente se podría evaporar; (iii) Las zonas hiperáridas, cuyo índice es menor de 0.05, no se incluyen. Se trata de desiertos climáticos en los que ya no puede haber desertificación; y (iv) Un valor de, por ejemplo, 0.05 significa que la precipitación supone el 5% de lo que potencialmente se podría evaporar. Dicho de otro modo, si lloviese 20 veces más, de manera uniforme, todo se evaporaría.
Ganar
Caminar despreocupadamente. Sin ninguna pretensión. Despacio porque hay tiempo. Es el único ingrediente del que sobra.
El plan es muy sencillo. A veces tiene planes tan obscenamente sencillos que se alarma.
“El plan es verte y escucharte. Nada más”, recapitula.
Mientras tanto da vueltas por la ciudad. Busca un lugar en el que escribir. En tres días ha topado con dos idóneos para sus propósitos. Más que suficiente.
La ciudad le abruma con sus propuestas. Le dispersa.
Los turistas han ido apoderándose de la esencia del lugar. Consumiéndola. No se sabe muy bien cómo fue el proceso. En principio la gente llega atraída por las peculiaridades de la ciudad, por su idiosincrasia. Por sus bares y comercios. Por los monumentos y el clima.
Nordeste
En Nordeste se terminaron de rasgar asuntos que llevaban demasiado tiempo inconclusos. Heridas abiertas. Hábitos dañinos.
Nordeste es un sitio apartado y probablemente sus habitantes no tengan mucha imaginación. El nombre del lugar refleja su posición en la isla. No es un destino muy turístico. Pero cuenta con atractivos suficientes. Acantilados tapizados de vegetación que se sumergen en el Atlántico. Densas masas boscosas que absorben la lluvia horizontal y la vomitan en forma de cascadas por esos mismos acantilados. Recoletos puertos pesqueros que afrontan con temeridad el horizonte de agua que se les viene encima. Jardines meticulosamente podados desde los que otear el océano en busca de cetáceos.
El conserje
Argimiro era el portero de la finca. Caminaba con sus manojos de llaves balanceándose de un lado a otro. Haciendo un ruido como si llevase grilletes. Un andar cansino, arrastrando los pies. Ponía parches aquí y allá. Remendaba goteros, llamaba a los de las basuras cuando se atrancaban las bocas colectoras. Acudía cuando alguien veía una culebra por algún patio. O si no funcionaba el telefonillo. Apañaba cables, podaba árboles. Conseguía piezas de repuesto. Lo llamaban a cualquier hora del día para abrir alguna puerta de la que él seguro que tenía la llave.
De interior
Como todos los veranos la familia elige un lugar costero en el que pasar las vacaciones. Y como todos los veranos las vacaciones son, inmutablemente, las tres primeras semanas de agosto.
Hábitos que crean una falsa sensación de seguridad. Hábitos de sus habituales. Otras familias de interior que también se van a alguna costa. Después, en septiembre, cuando empiece el curso, tendrán algo que contarse.
Mientras la madre se queda organizando el apartamento de alquiler, una opción más asequible que el hotelazo de cuatro estrellas que, total, los niños no van a apreciar, el padre se va a hacer los recados. Es lo tácitamente convenido.
La madre hace las camas, recoge el desayuno, friega los cacharros. A cambio un rato de soledad. Saborea su segundo café en la terraza, con un cigarrillo. Trastea con el wasap.
El padre entretiene a los niños hasta la hora de la playa. Compra el pan y el periódico. Les ha prometido que hoy irían a pescar. Así que inmediatamente después de consultar el IBEX 35 y los fichajes de su equipo, han ido a una tienda que hay junto al puerto. Uno de esos comercios en las que se puede encontrar un amplio surtido de útiles para la pesca y efectos náuticos de lo más variado: cuadros de nudos marineros más o menos sofisticados, barómetros de coleccionista, un control de potencia de cobre de un barco antiguo.
El mayor, Fernando, quería un equipo lo más completo posible. Casi profesional. El mayor, que fue el que estuvo dando la lata para ir a pescar. Se encaprichó después de ver la tarde anterior, en el espigón, como unos hombres sacaban con destreza un pescado tras otro. Pescadores del pueblo. Gente de mar.
Le fascinó tener acceso a una fuente de alimento gratuita. Solo le hacía falta tener una de esas cañas que parecen pértigas.
En Radio 3, por supuesto
Recorro calles y avenidas; esquinas achaflanadas. Con la disposición precavida del que no conoce el entramado urbano. Camino con el nerviosísimo del que se enfrenta a algo nuevo. Cada poco saco el mapa del bolsillo. Lo consulto. Confirmo mis coordenadas. Sigo avanzando.
Voy dejando atrás partes amables de la ciudad. Hace calor. Busco las sombras. De repente me veo entre edificios imponentes. RBA editores. Imagino que dentro hay gente que selecciona manuscritos. Yo soy un escritor en busca de una entrevista.
Sitios a los que no va ni dios (y es una pena)
En realidad yo quería ir a Soria. Pero nunca llegábamos. Dimos tantos bandazos que la lista de pueblos y parajes que recorrimos es irreproducible.
Nos entretuvimos por el borde septentrional de Cuenca y la Alcarria, un piélago de lugares curiosos e interesantes. Muy a desmano.
Mi objetivo inicial era tan nítido como simplón. Era el tiempo de la temida canícula y malvivía tirado en la jarapa, aguantando las calenturientas vaharadas que lanzaba el Sáhara. Parecía que hubiesen encendido un secador gigante.
Pasaban los días de plomo y en un arrebato de lucidez tuve una visión. Mi destino eran esas nubes grises atravesadas por rayos que aparecían en un mapa del tiempo cuajado de discos amarillos. Sí, iría a la Ibérica, en busca de tormentas.
El paralítico
Creo que no te conté la historia del paralítico, que es memorable. Me acordé hoy al entrar al Ministerio, ese ente al que cada mañana acudimos miles de trabajadores esperando la hora de tomar un café que sabe a rayos.
Vi las plazas reservadas para los discapacitados, racionalmente situadas junto a la puerta de entrada, para que el manco y el cojo, el que tiene un zapatón de esos que provoca andar como medio descoyuntado, lo tenga más fácil y así no tenga que recorrer grandes distancias. Así fue como me acordé de esa historia de pundonor. O locura.
Sacando partido a los escombros
La patrulla rural comienza la jornada con la desidia propia del que está asentado en una rutina que parece milenaria. Recorrer carriles polvorientos entre olivos y viñas. Un paisaje devastado por la codicia. Apenas quedan algunas chaparras, todas en lugares inaccesibles, rocosos, poco aptos para la agricultura. Que si no ni eso quedaba. También se empeña en crecer, al borde de arroyos en estado vegetativo y acequias que pierden agua, un reguero de follaje residual: desordenados cañaverales, espinosas zarzas.