Bajamos hasta el Campo de Dalías. La llanura, hasta hace pocas décadas, no era más que un sucio secarral aprovechado por el ramoneo casual de diezmados rebaños de cabras.
Era obvio que el desarrollo tenía costes ambientales muy altos. Pero también quedaba claro que se vivía mejor ahora que entonces.
Se vivía más años. Con menos dolor. A uno se le caían los dientes y le podían poner otros.
Recorrimos los claustrofóbicos pasillos entre los invernaderos. El espacio que separa cada propiedad se reduce al mínimo. En esas fronteras podrían cultivarse más tomates. Y ganar más dinero. Los dueños admiten con fastidio la existencia de estos pequeños vericuetos. >>seguir leyendo
La obsesión por publicar y acrecentar los méritos curriculares de cara a obtener una supuesta plaza de investigador científico me había poseído.
La última moda era una cosa que se llamaba ‘H’. Empezaba a ser más importante que el propio pH de la sangre. Me llevó un tiempo entender qué diantres era H. Una cosa tan aséptica y muda. Tan poco conmovedora.
Era un índice que mejoraba al anterior, que simplemente era el número de artículos que uno tenía publicados en revistas ISI. Es decir, revistas reconocidas internacionalmente como garantes de que el artículo era aceptado por la comunidad científica. >>seguir leyendo
‘¡Mirá que horas son! A algún sitio habrá que ir a comer. Güntz tiene prisa por rodar’.
Dijo Felisón gritando, que era su manera habitual de hablar.
Y en efecto Güntz (que digo yo que para definir un personaje alemán no viene mal ponerle al nombre una diéresis y una zeta) estaba con cara de perro, harto de escribir en su cuaderno paridas para el rodaje, mascullando alemanadas a Frodo. Este hacía por calmarle mientras a mí me sonreía beatíficamente, con esa sonrisa bobalicona de hobbit feliz. Mientras, el cámara había aprovechado el impasse para liarse otro cigarrito. >>seguir leyendo
Así que la cuenta atrás de la bomba activada en aquella remota y plácida mañana de febrero había llegado a cero.
Era mayo, hacía más calor, y cuando bajé al vestíbulo para recibir a mis visitantes me llamó la atención un tipo desgreñado, con unas sandalias de predicador que dejaban ver unos uñones de águila que daban miedo. Me imaginé que sería el fontanero o un repartidor de váteres y por eso cuando amablemente tendí la mano a los flácidos alemanotes y les saludé en mi mejor inglés me sorprendió la voz atronadora del supuesto repartidor de chistorras. ‘Ehhhh, ¿y para qué estoy yo aquí?’ >>seguir leyendo
En colaboración con mi buen amigo Alfonso Girón hemos pergeñado este relato basado en hechos veraces. Alfon ya participó en ‘Días de nada y rosas’ aportando una galería de dibujos que después adaptó Jasten Fröjen. A veces me da no se qué pedirle dibujos porque no sé si el texto está a la altura de su arte. A ver qué os parece. Va en varias dosis, para no cansaros.
‘Y entonces, ¿para qué estoy yo aquí?’ quiso saber el grandullón aquel, con su piel coriácea, de tortuga, resquebrajada por el sol de la provincia. >>seguir leyendo
Dejamos atrás la ciudad y sus ‘shopping centres’. Hemos cargado provisiones y nos disponemos a afrontar unos días en Yosemite. Da la casualidad de que es cuatro de julio y todos los campings están ocupados. Sin embargo existen zonas de acampada libre donde es posible establecerse.
Cuando llegamos un cartel anuncia las normas de acampada. Es necesario meter el dinero que cuesta cada noche en un sobre. Hay que guardar alimentos y cualquier cosa que huela (calcetines) o sea comestible (pasta de dientes) en unos armarios metálicos para evitar que los osos se metan en la tienda. Está prohibido quemar el Parque. >>seguir leyendo
No contestan en el consulado. Salta un contestador para que llames el lunes. El correo electrónico lo rebotan; no existe la dirección que luce en la web de la embajada. No sé porqué ni me sorprende ni me cabrea. Otro detallito más de lo que viene siendo la marca España de torito cojonero, ineficacia y tirar ‘p’alante’ (¡quejque somos campeones del mundo oiga!).
Gastamos la tarde en gestiones que nos dejan hacer desde el despacho de los Rangers. Llamo al teléfono de ayuda que aparece en los papeles de la guantera. Voy dando cuenta del problema a los interlocutores que se suceden al otro lado de la línea. Es un ‘listening’ de los complicados. Me acuerdo de Ronald, mi profesor de inglés durante tantos años. Llamamos a España y a Jacobo, que está más cerca, en Nueva York, y nos tranquiliza además de echarnos una mano. Detallamos las pérdidas. Toman huellas dactilares del coche. Apuntan minuciosamente todo lo que les contamos en una libreta de detective. >>seguir leyendo
Seguimos el tortuoso camino del río Klamath. Horas y horas de conducción entre bosques de coníferas. Vamos por una carretera bien pavimentada, con muy poco tráfico. Bosques silenciosos. En el interior de la foresta enseguida prosperan las sombras. Flota en el ambiente el aroma de los pioneros. Osos y tramperos. Granjas de mala muerte cobijadas entre el espesor de los abetos.
Nos han recomendado evitar esta carretera. Había otras dos posibilidades. Ir hacia la costa por Redding, siguiendo la autovía. La otra, al norte, atravesando el Grand Pass y después cayendo a Crecent City. Allí se erige un presidio de cierta solera. Deben de encerrar a tipos como Hannibal Lecter. Por las calles merodean yonkis con la condicional. Sin embargo a mi me apetecía estar a un lugar llamado Pelican Bay y entrar en el Estado de Oregon. Una solución de compromiso es esta de seguir el Klamath. Al menos evitaremos los caminos architrillados. >>seguir leyendo
Aparece Mount Shasta en el horizonte y se diluye esa atmósfera de infortunio que nos rodeaba. Han sido varias horas de conducción por la interestatal. Aprendiendo a moverse por un nuevo terreno. Las gasolineras. Los restaurantes de carretera. Los límites de velocidad.
Mount Shasta es un volcán de 4.300 metros. Al lado tiene al Shastina, con un cráter menos conspicuo, asentado sobre una plataforma, lo que sugiere una explosión en el pasado que se llevó por delante al edificio original.
Mount Shasta es también el nombre del pueblecito situado al pie del volcán. Nos perdemos unas cuantas veces y por fin damos con una caseta de información. Encontramos un camping junto al lago Siskiyou. Recorremos carreteras secundarias. Vamos despacio, dudando en cada cruce, censando los comercios y servicios que hay. Pasar de ese estado acomplejado, en el que todo impone, a saludar a la gente con cierta familiaridad y saber dónde están las cosas es muy gratificante. El proceso nos lleva menos de una semana. >>seguir leyendo
El motel pertenece a una cadena. No sé si es garantía de algo. Pero es confortable. En el desayuno disfruto con esas pequeñas cosas que parecen formar parte del american way of life. Cafetazos que se pueden rellenar hasta la saciedad. Chocolatinas. Unidades individuales de cereales. Bajan unos tipos y empiezan a sacar hielo de una máquina y a cubrir las cocacolas de una neverita. Sí, el hielo es algo esencial en USA.
Luego llega otro con una bolsa en la que perfectamente puede haber una recortada. Coge un plátano y se va. Con sus gafas de aviador. Un tipo fibroso. Que no dice nada a nadie. Probablemente sea un asesino en serie que va a hacer su trabajo. Todo el mundo tiene derecho a trabajar. Todo el mundo tiene su oportunidad aquí en América. >>seguir leyendo
El blog del escritor J.M. Valderrama donde podrás comprar sus libros Días de nada y rosas, Altitud en vena y Aquí Bahía.