Llevo veinte años haciendo modelos de simulación dinámica. Se trata de formular sistemas de ecuaciones diferenciales que representan la variación en el tiempo de determinadas variables, como puede ser el nivel de un acuífero, el espesor de suelo fértil o el número de animales que vive en un territorio (por citar algunas con las que he trabajado). Hablo, por tanto, de modelos que generan trayectorias temporales.
Modelar consiste en seleccionar aquellas variables y procesos que resultan esenciales para explicar el comportamiento del sistema que se está estudiando. Ello obliga, ineludiblemente, a descartar ciertas variables y a prescindir de ciertos procesos. Hay autores que aseguran que hacer modelos matemáticos es un arte. Esa afirmación la encuentro un poco exagerada pero denota pasión por los modelos matemáticos, algo, es cierto, que no parece muy congruente. Me refiero a eso de poner en un mismo contexto pasión y ecuaciones diferenciales. >>seguir leyendo
El crecimiento exponencial es una de esas ecuaciones que goza de visibilidad en los medios. Algo tan sencillo como dN/dt= r N (cuya integración resulta en N = ert) se utiliza para ilustrar el comportamiento de diversos fenómenos. En muchas ocasiones se trae a colación con propósitos admonitorios, advirtiendo de la catástrofe que nos espera tras el incremento desbocado de ciertas variables. Así, las emisiones de gases con efecto invernadero o la población mundial, muestran esa preocupante evolución. >>seguir leyendo
Salgo a correr por el barrio. No es mi primera opción. Ni tampoco la segunda. Una zona residencial que va adueñándose de las antiguas huertas. Hay campos esperando nuevos edificios. Los dueños, a su vez, aguardan ansiosos la venta del solar. Quien les iba a decir a ellos que aquel terruño, cerca del Andarax, un pedazo de tierra más bien desagradecida, que fue testigo de tantas penurias, ahora les iba a hacer ricos. Ricos hasta hartarse. Si no fuese por el Santi, que está loco, o quizás sea la mujer, que le malmete, el caso es que quiere más pasta. Luego hay que repartir y eso se queda en nada, esgrime como argumento. Mejor esperar, que esto está otra vez al alza. Y claro, los hermanos se desesperan, y las cuñadas, y los cuñados y todo aquel que tenía la esperanza de tener billetes frescos en mano. Hasta hay alguno que ya se ha metido en negocios y ha adelantado dinero. Cada vez que una constructora levanta un cartel enorme anunciando nuevas y confortables viviendas, las mejores de la Vega, se llevan las manos a la cabeza. >>seguir leyendo
Conduzco el coche de empresa. Presto atención al móvil, también de la empresa, convertido en un mapa que me debe guiar hasta las oficinas de unos nuevos clientes. He empezado una nueva vida. Desayuné aprisa y con el sabor del café en la boca he abierto con el mando a distancia mi nuevo vehículo.
Voy despacio, atento a las señales, a los peatones, al tráfico. A pesar de que conozco bien la zona, no me permito ir con la soltura habitual. Me parece ver señales nuevas, semáforos que antes no estaban, anuncios que nunca vi, incluso alguna nueva edificación que brota de esos huertos abandonados en los que solo quedan saltamontes y hierbas a las que se tiene la discutible costumbre de apodarlas como ‘malas’. >>seguir leyendo
La estantería ocupa una pared entera, desde el suelo hasta el techo, y tiene todas las baldas combadas por el peso de los libros. Hoy su lugar en la casa no es prioritario, está en un cuarto que se utiliza poco, en el que duermo cuando vuelvo al hogar familiar, en alguno de los esporádicos viajes a Madrid. Antes de deshacer la maleta, atraído por los libros que allí reposan, vuelvo una y otra vez a explorar los títulos que, mansos en los anaqueles, esperan que alguien los saque de allí y les dé un baño de luz, ojee sus páginas, huela el papel y admire su portada. Esas son sus credenciales para convencerte de que merece la pena que les liberes de su reclusión. >>seguir leyendo
Reconozco que los títulos requieren de un ingenio adicional con el fin de que el lector, siempre limitado por su escaso tiempo, supere el umbral de curiosidad y siga leyendo o, en este mundo virtual, haga click. La relación enunciada, sin embargo, no es tan forzada y tiene un común denominador: la estupidez humana.
El escorbuto[1] era (y sigue siendo) una enfermedad terrible que inicialmente se manifiesta por un cansancio extremo. Debido a ello, su origen se atribuyó a la pereza, el segundo pecado capital, y se interpretó como un justo castigo divino; el remedio era no enfadar a Dios. A medida que la enfermedad progresa, los síntomas se agudizan: dolor articular generalizado, encías sangrantes hasta que los dientes se caen, magulladuras que se convierten en heridas abiertas. Finalmente, en medio de unos dolores espantosos, sobreviene la muerte. >>seguir leyendo
Hay que ver el lado bueno de cuidar a un bebé, seguro que puedes aprovechar ratos para escribir mientras duerm xxxxxxx xxxxxxxxxxx xxxxxxxxxxx xxxxxxxxxx xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx O a lo mejor leer algunas cosas, utilizar las notas de v xxxxxxxx xxxx xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx espera, un momento, del mov >>seguir leyendo
Abrir cartas durante ocho horas al día era el ejemplo perfecto para desmentir eso de que el trabajo dignifica al hombre. En muchos casos lo aliena hasta el extremo de convertir su cerebro en una esponja seca y hacer de él un autómata con la racionalidad de un mosquito.
En realidad, el trabajo ni siquiera consistía en abrir sobres. Eso lo hubiese enriquecido hasta convertirlo, dadas las circunstancias, en una actividad interesante. En la mesa iban descargando pilas enormes de sobres que abría una máquina y nuestra tarea consistía, exclusivamente, en sacar el papelito que había dentro (la empresa se dedicaba al escrutinio de encuestas), extenderlo e ir formando una nueva pila, al parecer no había artilugios que fuesen capaces de realizar esa maniobra. >>seguir leyendo
Procedí a encender la pipa y me puse delante de la máquina de escribir con la vaga esperanza de que la inspiración se pasease aquella tarde por mi terraza.
Desde luego, en esta era donde la tecnología llega a cada rincón y la domótica amenaza con apoderarse de todas nuestras decisiones, suena demasiado retro lo de la máquina de escribir. Pero tenía mis razones. Algunas de índole sentimental, otras, aunque no lo parezca, de carácter práctico.
Había comprado aquella máquina en una tiendecita del barrio londinense de Finsbury. El capricho supuso una buena tajada de mis paupérrimos ahorros, pero estaba decidido a ser escritor y había que apostar fuerte. Vivía en una buhardilla. Era una casa destartalada, llena de inquilinos que iban y venían. Llevaba una vida desastrosa, al borde de la marginalidad. Sobrevivía con trabajos algo exóticos, como el de abrir cartas para una empresa de escrutinio de encuestas, un trabajo altamente especializado, pues mi cometido se limitaba a abrir los sobres y apilar los papelitos que contenían. Después, otro departamento mucho más técnico, contaba los papelitos y los dividía en varias montañitas de papel; nunca logré el ascenso. Trabajé de camarero, paseando perros y cargando muebles. Mi meta, en esa faceta de la vida que consistía en ganarse el pan, era ser jardinero, a tiempo parcial, de algún parquecito londinense. >>seguir leyendo
Hacía años que no ponía la mesa de Nochebuena con tanto esmero; tendría que actualizar su lista de últimas veces. Una mezcla de ilusión y nerviosismo la llevaba en volandas. En el horno, haciéndose lentamente, el segundo plato. La sopa de pescado no había más que calentarla en el último momento.
Ya debe de estar a punto de llegar, piensa para sí misma. De fondo música clásica, algo que para ella no es ninguna novedad, pero que circunscribe bien la situación que se aproxima. Las guirnaldas del árbol ofrecen una iluminación tenue y a la vez transmite unas notas alegres. Además, utilizará un par de velones que tenía en la cómoda y que no supo, hasta esa noche, que tuviesen otra función que coger polvo. >>seguir leyendo
El blog del escritor J.M. Valderrama donde podrás comprar sus libros Días de nada y rosas, Altitud en vena y Aquí Bahía.