A la espalda del instituto comenzaba el campo. En aquellos años, el edificio representaba el último avance de la de pujante sociedad periurbana. Todos pensábamos que el asfalto iría a más; poco a poco se adentraría por los caminos de tierra; los sembrados y las amapolas que los orillaban quedarían bajo el cemento de urbanizaciones.
Desde niño aquel espacio me llamó la atención. Primero las escombreras ilegales que iban sepultando eriales. Allí me entretenía en reventar televisores y otros despojos que los camiones volcaban con la naturalidad propia de la época, presumiendo que el medioambiente se encargaría de digerir todo aquello. >>seguir leyendo
Mira la caja distraído. Medio oculta entre papeles, los mandos de la tele; el desorden inherente a una casa con niños. Cada vez que se fija en el mapa que decora la cajita plana de aluminio, un diseño con los colores corporativos de la compañía, le resulta inevitable evocar aquellos años ásperos y a la vez felices.
Cuando se acabaron los bombones que contenía, la caja sirvió, durante muchos años, para guardar rotuladores. Era cuando había orden y un plan minucioso para cada parcela de su vida. La caja, discreta, en el despacho, antes de que fuese convertido en la habitación de la niña, formaba parte de esa decoración minimalista propia de las generaciones impregnadas de tecnología y prisa. >>seguir leyendo
A finales de 2015 presenté al comité editorial del CSIC una propuesta para escribir un libro divulgativo que tratase sobre la desertificación, materia a la que me llevo dedicando desde hace unos 15 años como investigador científico.
En colaboración con el sello editorial ‘Los libros de la Catarata’, el CSIC propone la colección ‘¿Qué sabemos de?’, para acercar al público general conocimientos que normalmente se vuelcan en foros especializados e inaccesibles al común de los mortales. Se trata de que la ciencia, lo que hacen los científicos, llegue en un tono amable a la gente. >>seguir leyendo
El tiempo coagulado. Así lo sentía al pensar en ello, sentado frente al mar, la mirada perdida. Como envuelto en un líquido espeso, almibarado, turbio.
Como los reptiles que los museos atesoraban en una infinita colección sumergida en formol. Pretendiendo que el tiempo no pase por ellos y sean eternos para que los contemplen generaciones futuras.
Al sacarlas del líquido amarillento se deshacían en una pasta detrítica. Nada es incorruptible. Ni los recuerdos. Todo aquel tiempo coagulado era un espejismo que se descomponía al entrar en contacto con la realidad. >>seguir leyendo
Nunca fue el típico niño al que le apasionasen los coches. Por imitación, por no sentirse excluido, corría con sus amigos a asomarse a la ventanilla de los coches aparcados en la calle y, al percatarse de que el velocímetro tenía una rayita que ponía ‘220Km/h’, exclamaba asombrado: ¡Hala! ¡Qué pasada chaval!, sin llegar a comprender el verdadero alcance de la cifra.
Heredó un Peugeot 205. Fue su primer vehículo. No lo cuidaba mucho. Era algo práctico. Le llevaba a la universidad. Le servía para conocer los alrededores de Madrid. No estaba pendiente del mantenimiento. Lo básico. Llenar el depósito de agua para los limpiaparabrisas. Lavarlo de vez en cuando. Un día, en la recta de Olmedo, camino de Valladolid, le reventó la junta de la culata. Entonces se vio obligado a comprar su primer coche. >>seguir leyendo
Llevaba detrás de ‘La España vacía’ de Sergio del Molino mucho tiempo. Desde que leí el argumento de este ensayo, la distancia sideral entre el campo y la ciudad, quise hincarle el diente. Los Reyes Magos me lo regalaron y pude unirme a la corriente que opina que es un libro muy bien escrito y que aporta puntos de vista interesantes que aclaran las razones del gran vacío en el que flotan las urbes modernas. Como resume acertadamente la contraportada: ‘Esa España interior del Quijote, la que divisamos desde la autovía, la de los pueblos que para algunos son la feliz aldea de los veranos infantiles y para otros el paisaje de la leyenda negra, es la España vacía de este ensayo’. >>seguir leyendo
Al atardecer, las sombras que proyectan los edificios crean un fondo fresco que permite sacudirse el calor del día. Entre la arquitectura urbana se filtra la luz dorada del atardecer, la misma que ha ido barnizando las descarnadas laderas del desierto de Tabernas. La misma que rebota en los mástiles de los barcos que descansan apaciblemente en el puerto de Aguadulce. Con esos contrastes busco aparcamiento por la zona azul. Jugando con el parasol del coche.
El tren, despiadadamente lento, serpentea entre las formaciones acarcavadas del desierto de Tabernas. Cuando los temporales tienen a bien instalarse en esta parte del país, el paisaje, decolorado por el sol, adquiere matices insospechados. Llueve y la escorrentía se afana por profundizar los rasgos de un paisaje que parece sumamente deleznable.
La revisión oftalmológica ha ido a caer en un día gris de noviembre. Una de esas jornadas desapacibles que fomentan el consumo de unas buenas migas alrededor de una lumbre y echan por tierra el concepto que los turistas tienen de la provincia. En Almería también puede hacer un frío del carajo. >>seguir leyendo
A finales de los ochenta comenzaban a abrir en Madrid las primeras franquicias de McDonalds. Los chavales de aquella época recibíamos aquello algo deslumbrados ante la posibilidad de saborear el americanway of life que veíamos en las películas. Los yanquis exportaban su cotidianeidad a todo el mundo a través del cine y lo convertían en un producto de mercado que deseábamos consumir para parecernos al protagonista de una peli.
Queríamos pedir hamburguesas, patatas fritas y cocacolas enormes cargadas de hielo (eso era muy, muy americano) y llevárnoslo todo en una bolsa de papel, crujiente, arramblando con el máximo de sobrecitos de kétchup y mayonesa. Éramos fácilmente seducibles. >>seguir leyendo
La soledad elegida es una de esas exquisiteces que ofrece el mundo occidental, el que llamamos desarrollado. Independencia ante todo. Independencia ganada a base de lucha de clases, del avance del laicismo, de la exclusión de las supersticiones. Soledad para realizarse y adornarse.
Los ratos de soledad elegidos son impagables remansos de paz. Pero la soledad extrema da pavor.
La soledad extrema da unos mordiscos que, cuando tienes fuerzas y ánimo, te sacan de la casa y te hacen desplegar una actividad inusitada. La soledad como motor creativo. La soledad que te lleva a ser el invitado perfecto. Encajas en todos los planes; cualquier cosa te parece bien: dormir de prestado en un colchón; morar en el techo de un jeep; acampar al pie de una caravana donde descansa tu amigo y toda su familia; eres el tipo gracioso que hará reír a los niños durante el desayuno. >>seguir leyendo
El blog del escritor J.M. Valderrama donde podrás comprar sus libros Días de nada y rosas, Altitud en vena y Aquí Bahía.