Hay algo, o mucho, de impostor en esto de escribir. Pretender que un puñado de palabras te suplanten funciona bien en la distancia, manteniendo un contacto esporádico, puede que regular, pero nunca rutinario. Mi coartada de admirador incondicional se desploma al atravesar el filtro del matrimonio, de la paternidad, cuando aflora el mal humor, la irracionalidad del enfado perpetuo. Ese rancio orgullo castellano que afronta los golpes de la vida a base de armaduras oxidadas en campos de batalla corrompidos por la humedad tropical y el abrasador sol de agosto.
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El momento
Te dicen: Disfruta el momento. Pero en realidad se refieren a un período de tiempo, a una época. Disfruta el embarazo. Disfruta el bebé, que el tiempo pasa muy rápido. Disfruta las monerías que hacen con dos años, en la adolescencia son insoportables.
Nada más relativo que el concepto de tiempo. Según las circunstancias 24 horas pueden transcurrir muy lentamente o pasar volando. Esa subjetividad depende de lo que esté por llegar, de que no haya nada por llegar, del estado de ánimo, de la cantidad y variedad de cosas que se hagan.
Lo dorado
Al atardecer, las sombras que proyectan los edificios crean un fondo fresco que permite sacudirse el calor del día. Entre la arquitectura urbana se filtra la luz dorada del atardecer, la misma que ha ido barnizando las descarnadas laderas del desierto de Tabernas. La misma que rebota en los mástiles de los barcos que descansan apaciblemente en el puerto de Aguadulce. Con esos contrastes busco aparcamiento por la zona azul. Jugando con el parasol del coche.
I didn’t know what time it was then I met you
Mi pequeña cirujana
Mientras mi pequeña cirujana se prepara para la operación yo escribo en la cafetería del hospital. Ha estudiado el caso, consultado alguna referencia. Ha discutido detalles con sus colegas. Guantes, mascarilla. La asepsia del quirófano va a juego con unos ojos atentos y vigilantes.
Las diferencias entre ambas situaciones son obvias. Ella salva vidas. Yo trato de salvar mi alma.
Después de muchos días de vacío, de ir en el coche sin rumbo, las cosas empezaron a cambiar.
Salía de casa sin ninguna certeza. Decidía en la rotonda si ir a escribir, dar una vuelta por la ferretería o lavar el coche. Es decir, que no decidía nada. Todo era tan casual que el último pálpito, justo antes de afrontar la rotonda, determinaba los acontecimientos. Estaba a la deriva.
La casa de los encuentros
El olor a café recién hecho de las casas vecinas se filtraba hasta el dormitorio. Habían pasado la noche abrazados, resguardados bajo el mullido edredón de plumas del frío que emana de las baldosas. Alberto se despertó temprano, al alba, por su costumbre de madrugar, y también porque, últimamente, va necesitando menos horas de sueño. Es uno de los síntomas, junto a los cañones blancos de su barba, de que tiene una edad. Se quedó en la cama, inmóvil, no quería despertarla. Olía su pelo. Le calmaba escuchar su respiración, tan pausada y distante de todo.
El regalito
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