En un pequeño claro, en el collado que hace de divisoria de aguas, un refugio de tablones claveteados y mal encajados, por las que se cuela el humo, da tregua y reconforta al viajero de estas lejanas montañas del Kanchenjunga. Los troncos apilados en sus paredes prometen lumbre. Al viajero le parece bien el descanso, una taza caliente de algo; viene empapado. Las nieblas perpetuas que envuelven estos bosques de rododendros, unidas a las frecuentes lluvias, explican los caudalosos ríos que recorren el fondo de los profundos valles; y que el viajero esté calado hasta los huesos.