En agosto es difícil descansar. Un calorazo incómodo, pagajoso te ralentiza. La costa, donde vivo, se llena de gente con ansias de desconectar. Se llenan los bares, no hay dónde aparcar. Todo se vuelve incómodo, bullanguero. No es lo mismo ir a tomar una paella cuando el restaurante sirve a cuatro mesas que cuando hay que solucionar cuarenta comandas. Se diluye la sustancia.
Te rodea una muchedumbre que ha venido con el firme propósito de relajarse y divertirse. Tratas de que tu rutina se mantenga imperturbable a las hordas de turistas, a la atmósfera calenturienta que todo lo impregna. Imaginen un oficinista que al entrar al ascensor, con su maletín, aspira los efluvios de crema del sol con sabor a coco. Queda incapacitado para todo el día. Los olores, esas moléculas evocadoras, capaces de movilizar a toda la red neuronal, te llevan del coco al espeto de sardinas. A continuación sientes las manos llenas de grasa. Estamos muy lejos del aroma del café mañanero. De poder actuar de una manera más o menos civilizada.