Una enorme barcaza empuja las pastosas aguas del Yangtsé. Solitaria y anónima, su avance llama la atención del viajero. Imagina su navegación impertérrita, cansina, hastiada de soportar tantas mercancías, tantos atraques, tanto soltar amarras y negociar en un idioma extraño la carga de sus bodegas. Imagina cómo los estibadores se despliegan coordinadamente y sólo con gestos, sin gastar palabras, cargan y descargan la barcaza a través de tablones untados de barro que unen la cubierta con muelles de mil puertos fluviales. Meten y sacan sacos de arroz, garrafas de aceite de mostaza, quintales de sésamo y lingotes de té verde prensado.