A todos mis amigos de Agrónomos.
De una vez a otra la ruta no cambia. El paseo que me lleva desde Moncloa hasta la Escuela, la de Ingenieros Agrónomos, se ha consolidado con el paso de los años. Nada más salir del Intercambiador afloran los recuerdos de un pasado que es como un pecio a dos mil metros de profundidad. Reconocible, entrañable, congelado en el tiempo, pero que se disolvería al menor contacto, al tratar de reflotarlo.
El paso de los años, ya de las décadas, me saca una sonrisa conciliadora al evocar tantos momentos de angustia en aquellas aulas. No era para tanto. Tendemos a sobredimensionar las emociones negativas. Me recuerdo serio y responsable, alerta, siempre en guardia. Los futbolines en los bajos de Argüelles, los viernes por la tarde, eran la válvula de escape. Allí nos juntábamos a hacer piña, a compartir fracasos sentimentales, suspensos y exámenes que estaban a la vuelta de la esquina y ya no nos daba tiempo a estudiar. Las noches de los viernes eran una dulce tregua, un refugio fugaz, entre una dura semana y las tareas que nos acosaban, el deber de acometer montañas de apuntes y ejercicios que nunca llevaríamos al día.