La estrategia es salir muy temprano y parar a desayunar cuando el hambre golpea de verdad. Así, a primera hora de la mañana, ya has recorrido medio camino y te encuentras en una gasolinera rodeada de girasoles a media asta, en una mesa solitaria, observando el devenir de los coches que paran a repostar y las conversaciones más o menos previsibles de una clientela variada: los tipos trajeados que van a hacer negocios, la familia hastiada, a móvil por cabeza, el comercial con prisa que se toma el café de un sorbo.
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Mis contemporáneos
A la espalda del instituto comenzaba el campo. En aquellos años, el edificio representaba el último avance de la de pujante sociedad periurbana. Todos pensábamos que el asfalto iría a más; poco a poco se adentraría por los caminos de tierra; los sembrados y las amapolas que los orillaban quedarían bajo el cemento de urbanizaciones.
Desde niño aquel espacio me llamó la atención. Primero las escombreras ilegales que iban sepultando eriales. Allí me entretenía en reventar televisores y otros despojos que los camiones volcaban con la naturalidad propia de la época, presumiendo que el medioambiente se encargaría de digerir todo aquello.
Tres puntos de apoyo para un nómada
En Barcelona encuentra cafeterías sofisticadas. Tanto, que el término “cafetería” resulta vulgar. Son espacios con sofás, amplias mesas en las que rebota el sol; diverso mobiliario de estilo desenfadado para albergar una fauna variada y exquisita. Hay una alta carga de tecnología y afectación en sus clientes.
Está rodeado de hípsters y chicas monas. De diseñadores de interior gays. De extranjeras que zampan panqueques sin piedad. Hay mujeres hiperindependientes que no sonríen lo más mínimo. Conversan con su ordenador. Rostros angulosos. Un cuerpo magro que habla de la severidad con la que se tratan. Con la que tratan a los demás. Hay desarrolladores informáticos ideando la aplicación que les hará ricos.