La escena que me retrotrae a aquella época de profesor impostado y lecturas fratricidas tiene lugar en la cafetería situada frente a la boca del metro de Plaza de España en Palma de Mallorca. Un local de corte clásico, con camareros uniformados que te atendían con una enorme bandeja redonda cargada de cafés y un paño blanco pendiendo del antebrazo.
El tiempo era desapacible y allí buscaba refugio después de clase. La necesidad de fumarme una pipa me llevaba a ocupar una mesa en la terraza parcamente protegida de las inclemencias del tiempo por una lona transparente. Allí, al calor rácano de unas estufas que lo mismo servían para calentar cafeterías o naves de pavipollos, pasaba las horas esperando que el tiempo se detuviese; pensar que al día siguiente tenía que volver al aula me deprimía.