Me acuesto empapado de humo. Hoy ha sido la última noche del año. Por eso Migue ha hecho un menú especial: puré de patatas y salchichas. No hay uvas, no hay campanadas. Hay cansancio.
Aunque la jornada estuvo dedicada a pistear, al final cayeron varios kilómetros andando por el pedregal. Llanos inmensos, aparentemente insulsos. En estos paseos uno suele quedar aislado. Los compañeros a la vista. Pero lejos. Quedan lejos. Así que tiendo a caer en la introspección. Me doy cuenta de que casi siempre llevo una piedra en la mano. Aquí hay muchas para elegir. Me obsesiona el sílex. Pedazos de piedra que parecen de plástico. Me encanta su tacto. La paso entre los dedos mientras camino. Cuando me canso la cambio por otra. Hay miles. Algunos de ellas talladas. Pasaron por las manos de nuestros antepasados. ¿De dónde salen las piedras? (pregunta para kokoro) Parece que anduviésemos por estratos. El más superficial, el que constituye el suelo por el que caminamos, se va quebrando. Al contacto con la intemperie. Cambios frío/calor. Pero no solo eso. La sal, que abunda en el terreno –trasladada a superficie por los procesos de evapotranspiración y después extendida por el viento- tiende a meterse por los intersticios. Allí, disuelta en la humedad que la piedra condensa, la sal corroe las rocas. A base de miles de años las va convirtiendo en pedacitos. En el llano conviven fases más o menos desarrolladas del proceso.