El tren de alta velocidad va a trescientos kilómetros por hora. Voy en el último vagón, en el último asiento. Con el mapa de Marruecos desplegado.
El calor excesivo que inyecta el climatizador me está poniendo nervioso. Voy a pasar más calor ahora que en el Sáhara. Es un aire seco. Me empieza a doler la cabeza. Todo el mundo a mi alrededor tiene auriculares, o un ordenador, o un teléfono móvil o un ipad, o una videoconsola. O varias cosas simultáneamente. Escucho quejas incongruentes: jo tía es que no tienen cocacola cero, sólo cocacola light, dice una anoréxica al borde del delirio. Qué mierda, esa peli ya la han puesto –berrea un adolescente miope que apenas deja de mirar con furia a una pantallita en la que mata marcianos[1]. Percibo comportamientos displicentes, de gente acomodada. Acostumbrada a tener todo en cuanto lo piden. Gente que parece triste.